Page 6 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por
teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden ir.»
En seguida me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y
cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos solos, con la enfermera de
servicio. En principio los pensionistas no debían de asistir a los entierros.
El sólo les permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había
autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e director
sonrió. Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre
casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas; le decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez
reía. Aquello les complacía. La muerte de la señora de Meursault le ha afectado mucho.
Creí que no debía de negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del
médico visitador.»
Quedamos silenciosos bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del
despacho. Después de un momento observó:
«Ahí está el cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres
cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo
mismo. Bajamos, Delante del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos
tenía el incensario, y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de
plata. Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas
palabras. Entró; yo le seguí.
Vi de una ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro
hombres negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que el coche
esperaba en la calle y al sacerdote comenzar las oraciones. A partir de ese momento todo se
desarrolló muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el féretro con un lienzo. El
sacerdote, sus acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta estaba una
señora que no conocía. «El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora
y comprendí solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro
huesudo y largo. Luego nos apartamos para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los hombres
que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de la puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo
y brillante, hacía pensar en una caja de lápices. A su lado estaban el empleado de la
funeraria, hombrecillo de traje ridículo y un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era
Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el
féretro pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un lazo
de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande. Los labios le
temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos blancos, bastante finos,
dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me
sorprendió en aquella pálida fisonomía. El hombre de la funeraria nos indicó nuestros
lugares. El sacerdote caminaba delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres.
Detrás, el director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
El cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba
rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha.
Tenía calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había cubierto, se quitó nuevamente el
sombrero. Me había vuelto un poco hacia su lado y le miraba cuando el director me habló
de él. Me dijo que a menudo mi madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo,
acompañados por una enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de
cipreses que aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de aquellas
casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en esta región, debía de
ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje,
lo tornaba inhumano y deprimente.
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