Page 3 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en
               seguida.  Pero  el  portero  me  dijo  que  era  necesario  ver  antes  al  director.  Como  estaba
               ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al
               director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor.
               Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo
               no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí
               hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a
               darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío.
               He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba
               una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí,
               señor  director.»  El  agregó:  «Sabe  usted,  aquí  tenía  amigos,  personas  de  su  edad.  Podía
               compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
                  Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con
               la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por
               la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del
               asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a
               verla.  Y  también  porque  me  quitaba  el  domingo,  sin  contar  el  esfuerzo  de  ir  hasta  el
               autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
                  El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted
               quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me
               explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros.
               Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días.
               Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando
               en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás
               de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño
               edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición
               en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos
               pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre
               expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a
               mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá, sin ser
               atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
                  Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada
               con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un
               féretro  cerrado  con  la  tapa.  Sólo  se  veían  los  tornillos  relucientes,  hundidos  apenas,
               destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera
               árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
                  En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó
               un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.»
               Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se
               detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un
               instante  me  miró  y  me  preguntó:  «¿Por  qué?»,  pero  sin  reproche,  como  si  estuviera
               informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme:
               «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se
               sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida.
               El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que
               llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz
               la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
                  Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice,
               pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la



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