Page 44 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero



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                  Por tercera vez he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas
               de hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me interesa escapar del
               engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me han cambiado de celda. Desde ésta,
               cuando  me  tiendo,  veo  el  cielo,  y  no  veo  más  que  el  cielo.  Todos  los  días  transcurren
               mirando en su rostro el declinar de los colores que llevan del día a la noche. Acostado,
               pongo las manos debajo de la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si
               habrá ejemplos de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable,
               desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he reprochado ahora
               el no haber prestado suficiente atención a los relatos de ejecuciones. Uno siempre debería
               de  interesarse  por  estos  temas.  No  se  sabe  nunca  lo  que  puede  ocurrir.  Como  todo  el
               mundo,  yo  había  leído  informaciones  en  los  periódicos.  Pero  existían,  sin  duda,  obras
               especiales que nunca tuve curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría encontrado relatos
               de  evasiones.  Me  hubiera  enterado  de  que, en  un  caso  por  lo  menos,  la  rueda  se  había
               detenido; de que en su precipitación irresistible, el azar y la posibilidad, por una vez, al
               menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una sola vez! En cierto sentido, creo que esto me
               hubiera bastado. Mi corazón habría hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de
               una deuda para con la sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a
               la  imaginación.  Lo  que  interesa  es  la  posibilidad  de  evasión,  un  salto  fuera  del  rito
               implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de esperanza. Naturalmente,
               la  esperanza  consistía  en  ser  abatido  de un  balazo  en  la  esquina  de  una  calle,  en  plena
               carrera. Pero, bien considerado todo, ese lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía,
               el engranaje me enganchaba nuevamente.
                  A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y
               al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo
               imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de
               haber  sido  leída  la  sentencia  a  las  veinte  en  lugar  de  a  las  diecisiete,  el  hecho  de  que
               hubiera podido ser otra de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior,
               de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés
               (o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me
               veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada, sus efectos
               se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro contra el que aplastaba mi
               cuerpo en toda su extensión.
                  Recordé en esos momentos una historia que mamá me contaba a propósito de mi padre.
               Yo no le había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este hombre era quizá lo que
               me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino. Se sentía enfermo con la simple
               perspectiva  de  ir.  Fue,  sin  embargo,  y  al  regreso  había  estado  vomitando  parte  de  la
               mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces Ahora comprendo que era
               tan natural.
                  ¡Como no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en
               cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre! Si alguna vez
               saliera  de  esta  cárcel,  iría  a  ver todas las ejecuciones capitales. Creo que me hacía mal
               pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea de verme libre una mañana temprano, detrás de
               un cordón de agentes, de alguna manera del otro lado, ante la idea de ser el espectador que
               viene  a  ver  y  que  podrá  vomitar  después,  una  ola  de  alegría  envenenada  me  subía  al
               corazón. Pero no era razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque un



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