Page 44 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
V
Por tercera vez he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas
de hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me interesa escapar del
engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me han cambiado de celda. Desde ésta,
cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más que el cielo. Todos los días transcurren
mirando en su rostro el declinar de los colores que llevan del día a la noche. Acostado,
pongo las manos debajo de la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si
habrá ejemplos de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable,
desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he reprochado ahora
el no haber prestado suficiente atención a los relatos de ejecuciones. Uno siempre debería
de interesarse por estos temas. No se sabe nunca lo que puede ocurrir. Como todo el
mundo, yo había leído informaciones en los periódicos. Pero existían, sin duda, obras
especiales que nunca tuve curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría encontrado relatos
de evasiones. Me hubiera enterado de que, en un caso por lo menos, la rueda se había
detenido; de que en su precipitación irresistible, el azar y la posibilidad, por una vez, al
menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una sola vez! En cierto sentido, creo que esto me
hubiera bastado. Mi corazón habría hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de
una deuda para con la sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a
la imaginación. Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito
implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de esperanza. Naturalmente,
la esperanza consistía en ser abatido de un balazo en la esquina de una calle, en plena
carrera. Pero, bien considerado todo, ese lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía,
el engranaje me enganchaba nuevamente.
A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y
al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo
imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de
haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar de a las diecisiete, el hecho de que
hubiera podido ser otra de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior,
de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés
(o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me
veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada, sus efectos
se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro contra el que aplastaba mi
cuerpo en toda su extensión.
Recordé en esos momentos una historia que mamá me contaba a propósito de mi padre.
Yo no le había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este hombre era quizá lo que
me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino. Se sentía enfermo con la simple
perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado vomitando parte de la
mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces Ahora comprendo que era
tan natural.
¡Como no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en
cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre! Si alguna vez
saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones capitales. Creo que me hacía mal
pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea de verme libre una mañana temprano, detrás de
un cordón de agentes, de alguna manera del otro lado, ante la idea de ser el espectador que
viene a ver y que podrá vomitar después, una ola de alegría envenenada me subía al
corazón. Pero no era razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque un
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