Page 46 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día
               deslizábase  en  la  celda.  Porque  también  hubiera  podido  oír  pasos  y  mi  corazón  habría
               podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aun así, con el oído
               pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado
               de encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no
               estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas.
                  Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba
               los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor
               posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es
               evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo,
               no ignoraba que morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente,
               en  ambos  casos,  otros  hombres  y  otras  mujeres  vivían  y  así  durante  miles  de  años.  En
               suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte
               años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía
               dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía imaginando cómo
               serían mis pensamientos dentro de veinte años, cuando a pesar de todo llegase el momento.
               Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente
               (y lo difícil era no perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el
               razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación.
                  En  ese  momento,  únicamente  en  ese  momento,  tenía  por  así  decir  el  derecho,  me
               concedía en cierto modo el permiso de considerar la segunda hipótesis: me indultaban. Era
               fastidioso tener que dominar la fogosidad del impulso de la sangre y del cuerpo que me
               hacía arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario dedicarme a ahogar el grito, a
               analizarlo.  Era  necesario  mantenerme  natural  aun  en  esta  hipótesis,  para  hacer  más
               plausible la resignación frente a la primera. Cuando lo conseguía había ganado una hora de
               calma. En cualquier caso valía la pena considerarlo.
                  En un momento así me negué una vez más a recibir al capellán. Estaba acostado y por
               cierta rubia claridad del cielo adivinaba la proximidad de la tarde de verano. Acababa de
               rechazar la apelación y podía sentir las olas de sangre circular regularmente dentro de mí.
               No tenía necesidad de ver al capellán. Por primera vez después de mucho tiempo pensé en
               María. Hacía muchos días que no me escribía. Esa tarde reflexioné y me dije que quizá se
               habría cansado de ser la amante de un condenado a muerte. También se me ocurrió la idea
               de que quizá estuviese enferma o muerta. Estaba dentro del  orden de las cosas. ¿Cómo
               habría podido saberlo yo puesto que fuera de nuestros cuerpos, ahora separados, nada nos
               ligaba ni nos recordaba el uno al otro? Por otra parte, a partir de ese momento, el recuerdo
               de  María  me  hubiera  sido  indiferente.  Muerta,  no  me  interesaba  más.  Me  parecía  cosa
               normal, tal como comprendía que la gente me olvidara después de mi muerte. No tenía
               nada más que hacer conmigo. Ni siquiera podía decir que fuera duro pensar así. En el fondo
               no existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse.
                  En ese preciso momento entró el capellán. Cuando lo vi, sentí un ligero estremecimiento.
               El lo notó y me dijo que no tuviera miedo. Le dije que su costumbre era venir a otra hora.
               Me respondió que era una visita amistosa que no tenía nada que ver con la apelación, de la
               que no sabía nada. Se sentó en el camastro y me invitó a acercarme más a él. Me negué. A
               pesar de todo, me parecía muy amable.
                  Quedó un momento sentado, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza baja, mirándose
               las manos. Eran finas y musculosas; me hacían pensar en dos ágiles animalitos. Las frotó
               lentamente, una contra la otra. Luego quedó así, con la cabeza siempre baja, durante tanto
               tiempo que en cierto momento tuve la impresión de que lo había olvidado.




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