Page 40 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero



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                  Aun  en  el  banquillo  de  los  acusados  es siempre interesante oír hablar de uno mismo.
               Durante los alegatos del Procurador y del abogado puedo decir que se habló mucho de mí y
               quizá más de mí que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra parte, esos alegatos? El
               abogado levantaba los brazos y defendía mi culpabilidad, pero con excusas. El Procurador
               tendía las manos y denunciaba mi culpabilidad, pero sin excusas. Una cosa, empero, me
               molestaba vagamente. Pese a mis preocupaciones estaba a veces tentado de intervenir y el
               abogado  me  decía  entonces:  «Cállese,  conviene  más  para  la  defensa.»  En  cierto  modo
               parecían tratar el  asunto  prescindiendo  de  mí. Todo se desarrollaba sin mi intervención.
               Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de interrumpir
               a todos y decir: «Pero, al fin y al caso, ¿quién es el acusado? Es importante ser el acusado.
               Y yo tengo algo que decir.» Pero pensándolo bien no tenía nada que decir. Por otra parte,
               debo reconocer que el interés que uno encuentra en atraer la atención de la gente no dura
               mucho. Por ejemplo, el alegato del Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me llamaron la
               atención o despertaron mi interés fragmentos, gestos o tiradas enteras, pero separadas del
               conjunto.
                  Si  he  comprendido  bien,  el  fondo  de  su  pensamiento  es  que  yo  había premeditado  el
               crimen. Por lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: «Lo probaré, señores, y
               lo probaré doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los hechos, en primer término, y
               en  seguida,  en  la  oscura  iluminación  que  me  proporcionará  la  psicología  de  esta  alma
               criminal.» Resumió los hechos a partir de la muerte de mamá. Recordó mi insensibilidad,
               mi ignorancia sobre la edad de mamá, el baño del día siguiente con una mujer, el cine,
               Fernandel,  y,  por  fin,  el  retorno  con  María.  Necesité  tiempo  para  comprenderle  en  ese
               momento  porque  decía  «su  amante»  y  para  mí  ella  era  María.  Después  se  refirió  a  la
               historia de Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no carecía de claridad.
               Lo que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo había escrito la carta que debía
               atraer a la amante y entregarla a los malos tratos de un hombre de «dudosa moralidad.» Yo
               había provocado en la playa a los adversarios de Raimundo. Este había resultado herido.
               Yo le había pedido el revólver. Había vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe, tal
               como lo tenía proyectado. Había disparado una vez. Había esperado. Y «para estar seguro
               de que el trabajo estaba bien hecho», había disparado aún cuatro balas, serenamente, con el
               blanco asegurado, de una manera, en cierto modo, premeditada.
                  «Y bien, señores», dijo el Abogado General: «Acabo de reconstruir delante de ustedes el
               hilo de acontecimientos  que condujo a este  hombre a matar con pleno conocimiento de
               causa. Insisto en esto», dijo, «pues no se trata de un asesinato común, de un acto irreflexivo
               que ustedes podrían considerar atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores, este
               hombre es inteligente. Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el valor
               de las palabras. Y no es posible decir que ha actuado sin darse cuenta de lo que hacía».
                  Yo escuchaba y oía que se me juzgaba inteligente. Pero no comprendía bien cómo las
               cualidades  de  un  hombre  común  podían  convertirse  en  cargos  aplastantes  contra  un
               culpable. Por lo menos, era esto lo que me chocaba y no escuché más al Procurador hasta el
               momento  en  que  le  oí  decir:  «  ¿Acaso  ha  demostrado  por  lo  menos  arrepentimiento?
               Jamás,  señores.  Ni  una  sola  vez  en  el  curso  de  la  instrucción  este  hombre  ha  parecido
               conmovido por su abominable crimen.» En ese momento se volvió hacia mí, me señaló con
               el dedo, y continuó abrumándome sin que pudiera comprender bien por qué. Sin duda no



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