Page 41 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               podía  dejar  de  reconocer  que  tenía  razón.  No  lamentaba  mucho  mi  acto.  Pero  tanto
               encarnizamiento  me  asombraba.  Hubiese  querido  tratar  de  explicarle  cordialmente,  casi
               con  cariño,  que  nunca  había  podido  sentir  verdadero  pesar  por  cosa  alguna.  Estaba
               absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana. Pero, naturalmente, en
               el estado en que se me había puesto, no podía hablar a nadie en este tono. No tenía derecho
               de mostrarme afectuoso, ni de tener buena voluntad. Y traté de escuchar otra vez porque el
               Procurador se puso a hablar de mi alma.
                  Decía  que  se  había  acercado  a  ella  y  que  no  había  encontrado  nada,  señores  jurados.
               Decía  que,  en  realidad,  yo  no  tenía  alma  en  absoluto  y  que  no  me  era  accesible  ni  lo
               humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de los hombres.
               «Sin duda», agregó, «no podríamos reprochárselo. No podemos quejarnos de que le falte
               aquello  que  no  es  capaz  de  adquirir.  Pero  cuando  se  trata  de  este  Tribunal  la  virtud
               enteramente negativa de la tolerancia debe convertirse en la menos fácil pero más elevada
               de  la  justicia.  Sobre  todo  cuando  el  vacío  de  un  corazón,  tal  como se descubre  en este
               hombre,  se  transforma  en  un  abismo  en  el  que  la  sociedad  puede  sucumbir».  Habló
               entonces  de  mi  actitud  para  con  mamá.  Repitió  lo  que  había  dicho  en  las  audiencias
               anteriores.  Pero  estuvo mucho  más largo que cuando hablaba del  crimen; tan largo que
               finalmente no sentí más que el calor de la mañana. Por lo menos hasta el momento en que
               el Abogado General se detuvo y, después de un momento de silencio, volvió a comenzar
               con voz muy baja y muy penetrante: «Este mismo Tribunal, señores, va a juzgar mañana el
               más  abominable  de  los  crímenes:  la  muerte  de  un  padre.»  Según  él,  la  imaginación
               retrocedía ante este atroz atentado. Osaba esperar que la justicia de los hombres castigaría
               sin debilidad. Pero, no temía decirlo el horror que le inspiraba este crimen cedía casi frente
               al  que  sentía  delante  de  mi  insensibilidad.  Siempre  según  él,  un  hombre  que  mataba
               moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de los hombres por el mismo título que el
               que levantaba la mano asesina sobre el autor de sus días. En todos los casos, el primero
               preparaba los actos del segundo y, en cierto modo, los anunciaba y los legitimaba. «Estoy
               persuadido, señores», agregó alzando la voz, «de que no encontrarán ustedes demasiado
               audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado en este banco es también
               culpable  de  la  muerte  que  este  Tribunal  deberá  juzgar  mañana.  Debe  ser  castigado  en
               consecuencia.» Aquí el Procurador se enjugó el rostro brillante de sudor. Dijo en fin que su
               deber  era  penoso,  pero  que lo cumpliría firmemente. Declaró que yo no tenía nada que
               hacer en una sociedad cuyas reglas más esenciales desconocía y que no podía invocar al
               corazón  humano  cuyas  reacciones  elementales  ignoraba.  «Os  pido  la  cabeza  de  este
               hombre», dijo, «y os la pido con el corazón tranquilo. Pues si en el curso de mi ya larga
               carrera  me  ha  tocado  reclamar  penas  capitales,  nunca  tanto  como  hoy  he  sentido  este
               penoso  deber  compensado,  equilibrado,  iluminado  por  la  conciencia  de  un  imperioso  y
               sagrado mandamiento y por el horror que siento delante del rostro de un hombre en el que
               no leo más que monstruosidades».
                  Cuando el Procurador volvió a sentarse hubo un momento de silencio bastante largo. Yo
               me sentía aturdido por el calor y el asombro. El Presidente tosió un poco, y con voz muy
               baja me preguntó si no tenía nada que agregar. Me levanté y como tenía deseos de hablar,
               dije, un poco al azar por otra parte, que no había tenido intención de matar al árabe. El
               Presidente contestó que era una afirmación, que hasta aquí no había comprendido bien mi
               sistema  de  defensa  y  que,  antes  de  oír  a  mi  abogado  le  complacería  que  precisara  los
               motivos que habían inspirado mi acto. Mezclando un poco las palabras y dándome cuenta
               del  ridículo,  dije  rápidamente  que  había  sido  a  causa  del  sol.  En  la  sala  hubo  risas.  El
               abogado se encogió de hombros e inmediatamente después le concedieron la palabra. Pero




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