Page 45 - El Extranjero
P. 45

Albert Camus                                               El extranjero


               instante después sentía un frío tan atroz que  me encogía bajo la manta. Los dientes me
               castañeteaban sin que pudiera evitarlo.
                  Pero, naturalmente, no siempre se puede ser razonable. Otras veces, por ejemplo, hacía
               proyectos de ley. Reformaba las penas. Me había dado cuenta de que lo esencial era dar una
               posibilidad al condenado.  Una sola entre mil bastaba para arreglar muchas cosas. Y me
               parecía  que  podía  encontrarse  alguna  combinación  química  cuya  absorción  mataría  al
               paciente  (el  paciente,  pensaba yo)  nueve veces  sobre  diez.  La  condición  sería que él lo
               sabría.  Pues,  pensándolo  bien,  considerando  las  cosas  con  calma,  comprobaba  que  lo
               defectuoso de la cuchilla era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna.
               En suma, la muerte del paciente había sido resuelta de una vez por todas. Era un asunto
               archivado,  una  combinación  definitiva,  un  acuerdo  decidido  sobre  el  cual  no  se  podía
               volver  a  discutir.  Si  por  alguna  eventualidad  inesperada,  el  golpe  fallaba,  se  volvía  a
               empezar.  En  consecuencia,  lo  fastidioso  era  que  el  condenado  tenía  que  desear  el  buen
               funcionamiento  de  la  máquina.  He  dicho  que  es  el  lado  defectuoso.  Es  verdad,  en  un
               sentido. Pero en otro sentido me veía obligado a reconocer que ahí estaba todo el secreto de
               una buena organización. En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente.
               Por su propio interés todo debía marchar sin tropiezos.
                  Me veía obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas
               ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que para ir a la
               guillotina  era  necesario  subir  a  un  cadalso,  trepar  por  escalones.  Creo  que  fue  por  la
               Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo que me habían enseñado o hecho ver sobre
               estos  temas.  Pero  una  mañana  recordé  que  había  visto  una  fotografía  publicada  por  los
               periódicos  con  motivo  de  una  ejecución  de  resonancia.  En  realidad,  la  máquina  estaba
               colocada en el suelo mismo, en la forma más simple del mundo. Era mucho más angosta de
               lo que yo creía. Era bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me
               había  llamado  la  atención  en  el  clisé  por  su  aspecto  de  obra  de  precisión,  concluida  y
               reluciente.  Uno  se  forma  siempre  ideas  exageradas  de  lo  que  no  conoce.  Ahora  debía
               comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo; la máquina está al mismo nivel del
               hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella tal como camina al encuentro
               de una persona. En cierto sentido, también esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el
               ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica
               aplastaba  todo:  mataban  a  uno  discretamente,  con  un  poco  de  vergüenza  y  mucho  de
               precisión.
                  Había también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación.
               Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me tendía, miraba al cielo y me
               esforzaba  por  interesarme.  Se  volvía  verde:  era  la  noche.  Hacía  aún  un  esfuerzo  para
               desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve
               ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo .pudiese cesar nunca. Nunca he tenido
               verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el
               latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la apelación
               estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no contenerme.
                  Sabía que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha
               gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido. Concluí, pues,
               por  no  dormir  sino  un  poco  de  día  y  durante  todo  el  transcurso  de  las  noches  esperé
               pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo. Lo más difícil era la hora incierta
               en  la  que,  como  yo  sabía,  acostumbraban  operar.  Después  de  medianoche,  esperaba  y
               acechaba.  Mis  oídos  nunca  habían  percibido  tantos  ruidos,  ni  distinguido  sonidos  tan
               tenues. Puedo decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período
               pues  jamás  oí  paso  alguno.  Mamá  decía  a  menudo  que  nunca  se  es  completamente



                                                                             Página 44 de 48
   40   41   42   43   44   45   46   47   48   49   50