Page 39 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               declaró a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el oficio de proxeneta. Yo era su
               cómplice y su amigo. Se trataba de un drama crapuloso de la más baja especie, agravado
               por  el  hecho  de  tener  delante  a  un  monstruo  moral.  Raimundo  quiso  defenderse  y  el
               abogado protestó, pero se le dijo que debía dejar terminar al Procurador. Este dijo: «Tengo
               poco  que  agregar.  ¿Era  amigo  suyo?»,  preguntó  a  Raimundo.  «Sí»,  dijo  éste,  «era  mi
               camarada».  El  Abogado  General  me  formuló  entonces  la  misma  pregunta  y  yo  miré  a
               Raimundo, que no apartó la vista. Respondí: «Sí.» El Procurador se volvió hacia el Jurado
               y declaró: «El mismo hombre que al día siguiente al de la muerte de su madre se entregaba
               al  desenfreno  más  vergonzoso  mató  por  razones  fútiles  y  para  liquidar  un  incalificable
               asunto de costumbres inmorales.»
                  Volvió a sentarse. Pero el abogado, al tope de la paciencia, gritó levantando los brazos de
               manera que las mangas al caer descubrieron los pliegues de la camisa almidonada. «En fin,
               ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?» El público
               rió. El Procurador se reincorporó una vez más, se envolvió en la toga y declaró que era
               necesario tener la ingenuidad del honorable defensor para no advertir que entre estos dos
               órdenes de hechos existía una relación profunda, patética, esencial. «Sí», gritó con fuerza,
               «yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con corazón de criminal». Esta
               declaración pareció tener considerable efecto sobre el público. El abogado se encogió de
               hombros  y  enjugó  el  sudor  que  le  cubría  la  frente.  Pero  él  mismo  parecía  vencido  y
               comprendí que las cosas no iban bien para mí.
                  Todo fue muy rápido después. La audiencia se levantó. Al salir del Palacio de Justicia
               para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la noche de verano.
               En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo hondo de mi
               fatiga,  todos  los  ruidos  familiares  de  una  ciudad  que  amaba  y  de  cierta  hora  en  la  que
               ocurríame sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde,
               los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de
               los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche
               caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de ciego, que conocía
               bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la que, hace ya mucho tiempo, me sentía
               contento. Entonces me esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo,
               había cambiado, pues a la espera del día siguiente fue la celda lo que volví a encontrar.
               Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a
               las cárceles como a los sueños inocentes.


























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