Page 47 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
Pero levantó la cabeza bruscamente y me miró de frente: «¿Por qué», me dijo, «rehúsa
usted mis visitas?» Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien seguro y le
dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una cuestión sin
importancia. Se echó entonces hacia atrás y se recostó contra el muro, con las manos en los
muslos. Casi sin que pareciera hablarme, observó que a veces uno creía estar seguro
cuando, en realidad, no lo estaba. Yo no decía nada. Me miró y me preguntó: «¿Qué piensa
usted?» Contesté que quizá fuera así. Quizá no estaba seguro de lo que me interesaba
realmente, pero en todo caso, estaba completamente seguro de lo que no me interesaba. Y,
justamente, lo que el me decía no me interesaba.
Volvió la mirada y, siempre sin cambiar de posición, me preguntó si no hablaba así por
exceso de desesperación. Le expliqué que no estaba desesperado. Simplemente tema
miedo, era bien natural. «Entonces Dios le ayudará.» Hizo notar. «Todos cuantos he
conocido en su caso han vuelto a El.» Reconocí que estaban en su derecho. Probaba
también que tenían tiempo para hacerlo. En cuanto a mí no quería que me ayudaran y
precisamente no tenía tiempo para interesarme en lo que no me interesaba.
En ese instante sus manos hicieron un ademán de impaciencia, pero se enderezó y arregló
los pliegues de la sotana. Cuando hubo terminado, se dirigió a mí llamándome «amigo
mío»; si me hablaba así no era porque estuviese condenado a muerte; según su opinión
estábamos todos condenados a muerte. Pero le interrumpí diciéndole que no era la misma
cosa y que, por otra parte, en ningún caso podía ser consuelo. «Es cierto», asintió, «pero
usted morirá más tarde si no muere pronto. El mismo problema se le planteará entonces.
¿Cómo afrontará usted la terrible prueba?» Repuse que la afrontaría exactamente como la
afrontaba en este momento.
Ante estas palabras se levantó y me miró directamente a los ojos. Es un juego que
conozco bien. Me divertía a menudo haciéndolo con Manuel o Celeste y, generalmente,
eran ellos quienes apartaban la mirada. También el capellán conocía bien el juego; lo
comprendí en seguida. Su mirada no vaciló. Y su voz tampoco vaciló cuando me dijo:
«¿No tiene usted, pues, esperanza alguna y vive pensando que va a morir por entero?» «Sí»,
le respondí.
Bajó entonces la cabeza y volvió a sentarse. Me dijo que me compadecía. Juzgaba
imposible que un hombre pudiese soportar esto. Yo sentí solamente que él comenzaba a
aburrirme. Me aparté a mi vez y fui hacia la claraboya. Me apoyé con el hombro contra la
pared. Sin seguirlo bien, oí que comenzaba a interrogarme otra vez. Hablaba con voz
inquieta y apremiante. Comprendí que estaba emocionado y le escuché con más atención.
Me decía que tenía la certeza de que la apelación sería resuelta favorablemente, pero
que yo cargaba con el peso de un pecado del que debía librárseme. Según él, la justicia de
los hombres no significaba nada y la justicia de Dios, todo. Hice notar que era la primera la
que me había condenado. Me contestó que, mientras tanto, esa justicia no había lavado mi
pecado. Le dije que no sabía qué era un pecado. Se me había hecho saber, solamente, qué
era culpable. Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más. En ese momento se levantó
de nuevo y pensé que en una celda tan estrecha no podía moverse aunque quisiera. Sólo
podía sentarse o levantarse.
Yo tenía los ojos clavados en el suelo. Dio un paso hacia mí y se detuvo, como si no
osara avanzar. Miraba al cielo a través de los barrotes. «Se engaña usted, hijo mío»,me dijo,
«podrían pedirle más. Se lo pedirían quizá». —«¿Y qué, pues?»— «Podrían pedirle que
viera.» —«¿Que viera qué?»
El sacerdote miró alrededor y respondió con voz que me pareció súbitamente muy
vencida: «Sé que todas estas piedras sudan dolor. Nunca las he mirado sin angustia. Pero,
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