Page 48 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
desde lo hondo del corazón, sé que los más desdichados de ustedes han visto surgir de su
oscuridad un rostro divino. Se le pide a usted que vea ese rostro.»
Me animé un poco. Dije que hacía meses que miraba estas murallas. No existía en el
mundo nada ni nadie que conociera mejor. Quizá, hace mucho tiempo, había buscado allí
un rostro. Pero ese rostro tenía el color del sol y la llama del deseo: era el de María. Lo
había buscado en vano. Ahora, se acabó. Y, en todo caso, no había visto surgir nada de este
sudor de piedra.
El capellán me miró con cierta tristeza. Yo estaba ahora completamente pegado a la
muralla y el día me corría sobre la frente. Dijo algunas palabras que no oí y me preguntó
rápidamente si le permitía besarme. «No», contesté. Se volvió, caminó hacia la pared y la
palpó lentamente con la mano. «¿Ama usted esta tierra hasta ese punto?», murmuró. No
respondí nada.
Quedó vuelto bastante tiempo. Su presencia me pesaba y me molestaba. Iba a decirle que
se marchara, que me dejara, cuando gritó de golpe en una especie de estallido, volviéndose
hacia mí: «¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha llegado usted a desear otra
vida!» Le contesté que naturalmente era así, pero no tenía más importancia que desear ser
rico, nadar muy rápido, o tener una boca mejor hecha. Era del mismo orden. Me
interrumpió y quiso saber cómo veía yo esa otra vida. Entonces, le grité: «¡Una vida en la
que pudiera recordar ésta!», e inmediatamente le dije que era suficiente. Quería aún
hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me
quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios. Ensayó cambiar de tema
preguntándome por qué le llamaba «señor» y no «padre». Esto me irritó y le contesté que
no era mi padre: que él estaba con los otros.
«No, hijo mío», dijo poniéndome la mano sobre el hombro. «Estoy con usted. Pero no
puede darse cuenta porque tiene el corazón ciego. Rogaré por usted.»
Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y
le insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado
por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en
que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo,
ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar
vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba
seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que
iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como
ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había
vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho
aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como
si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que
quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él
sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había
llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y
este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales
que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una
madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge,
desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados
que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo
era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un
día. También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban
por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su
mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con
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