Page 43 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  El  Tribunal  volvió.  Rápidamente  leyeron  una  serie  de  preguntas  a  los  jurados.  Oí
               «culpable de muerte...», «provocación...», «circunstancias atenuantes». Los jurados salieron
               y  se  me  llevó  a  la  pequeña  habitación  en  la  que  ya había  esperado.  El  abogado  vino  a
               reunírseme; estaba muy voluble y me habló con más confianza y cordialidad; como no lo
               había hecho nunca. Creía que todo iría bien y que saldría con algunos años de prisión o de
               trabajos  forzados.  Le  pregunté  si  había  perspectivas  de  casación  en  caso  de  fallo
               desfavorable.  Me  dijo  que  no.  Su  táctica  había  sido  no  proponer  conclusiones  para  no
               indisponer al Jurado. Me explicó que no se casaba un fallo como éste por nada. Me pareció
               evidente  y  admití  sus  razones.  Si  se  consideraba  el  asunto  fríamente  era  perfectamente
               lógico. En caso contrario, habría demasiado papelerío inútil. «De todos modos», me dijo el
               abogado, «queda la apelación. Pero estoy seguro de que el fallo será favorable».
                  Esperamos  mucho  tiempo,  creo  que  cerca  de  tres  cuartos  de  hora.  Al  cabo,  un
               campanilleo sonó. El abogado me dejó, diciendo: «El presidente del Jurado va a leer las
               respuestas. Sólo le llamarán cuando se pronuncie el fallo.» Se oyó golpear las puertas. La
               gente corría por las escaleras y yo no sabía si estaban próximas o alejadas. Luego oí una
               voz sorda que leía algo en la sala. Cuando volvió a sonar el campanilleo, la puerta del lugar
               de los acusados se abrió y el silencio de la sala subió hacía, mí, el silencio y la singular
               sensación que sentí al comprobar que el joven periodista había apartado la mirada. No miré
               en dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me dijo en forma extraña que,
               en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza pública. Me pareció
               reconocer entonces el sentimiento que leía en todos los rostros. Creo que era consideración.
               Los gendarmes se mostraban muy suaves conmigo. El abogado me tomó la mano. Yo no
               pensaba más en nada. El Presidente me preguntó si no tenía nada que agregar. Reflexioné.
               Dije: «No.» Entonces me llevaron.








































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