Page 49 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que
Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué
importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues, este
Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya
me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo,
él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y
desapareció.
En cuanto salió, recuperé la calma. Me sentía agotado y me arrojé sobre el camastro.
Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro. Los ruidos del campo
subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me refrescaban las sienes. La maravillosa
paz de este verano adormecido penetraba en mí como una marea. En ese momento y en el
límite de la noche, aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me
era para siempre indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá.
Me pareció que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un «novio», por qué
había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las
vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte,
mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho
de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda
cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de
presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al
encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que
lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba
esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos
de odio.
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