Page 42 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               declaro que era tarde, que tenía para varias horas y que pedía la suspensión de la audiencia
               hasta la tarde. El Tribunal consintió.
                  Por la tarde los grandes ventiladores seguían agitando la espesa atmósfera de la sala y los
               pequeños abanicos multicolores de los jurados se movían todos en al mismo sentido. Me
               pareció que el alegato del abogado no debía terminar jamás. Sin embargo en un momento
               dado,  escuché  que  decía:  «es  cierto  que  yo  maté.»  Luego  continuó  en  el  mismo  tono,
               diciendo «yo» cada vez que hablaba de mí. Yo estaba muy asombrado. Me incliné hacia un
               gendarme y le pregunté por qué. Me dijo que me callara y después de un momento agregó:
               «Todos  los  abogados  hacen  eso.»  Pensé  que  era  apartarme  un  poco  más  del  asunto,
               reducirme a cero y, en cierto sentido, sustituirme. Pero creo que estaba ya muy lejos de la
               sala de audiencias. Por otra parte, el abogado me pareció ridículo. Alegó muy rápidamente
               la provocación y luego también habló de mi alma. Pero me pareció que tenía mucho menos
               talento  que  el  Procurador.  «También  yo»,  dijo,  «me  he  acercado  a  esta  alma,  pero,  al
               contrarío del eminente representante del Ministerio Público, he encontrado algo, y puedo
               decir que he leído en ella como en un libro abierto». Había leído que yo era un hombre
               honrado, trabajador asiduo, incansable, fiel a la casa que me empleaba, querido por todos y
               compasivo con las desgracias ajenas. Para él yo era un hijo modelo que había sostenido a
               su  madre  tanto  tiempo  como  había  podido.  Finalmente  había  esperado  que  una casa  de
               retiro daría a la anciana las comodidades que mis medios no me permitían procurarle. «Me
               asombra, señores», agregó, «que se haya hecho tanto ruido alrededor del asilo. Pues, en fin,
               si fuera  necesario  dar  una  prueba de  la utilidad  y  de la grandeza de estas instituciones,
               habría  que  decir  que  es  el  Estado  mismo  quien  las  subvenciona».  Pero  no  habló  del
               entierro,  y  advertí  que  faltaba  en  su  alegato.  Como  consecuencia  de  todas  estas  largas
               frases, de todos estos días y horas interminables durante los cuales se había hablado de mi
               alma, tuve la impresión de que todo se volvía un agua incolora en la que encontraba el
               vértigo.
                  Al final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los estrados, mientras
               el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un vendedor de helados. Fui asaltado
               por  los  recuerdos  de  una  vida  que  ya  no  me  pertenecía  más,  pero  en  la  que  había
               encontrado las más pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio
               que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a
               la garganta toda la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una
               urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la celda a dormir. Apenas oí gritar al
               abogado,  para  concluir,  que  los  jurados  no  querrían  enviar  a  la  muerte  a  un  trabajador
               honrado, perdido por un minuto de extravío, y aducir las circunstancias atenuantes de un
               crimen cuyo castigo más seguro era el remordimiento eterno que arrastraba ya. El Tribunal
               suspendió  la  audiencia  y  el  abogado  volvió  a  sentarse  con  aspecto  agotado.  Pero  sus
               colegas se acercaron a él para estrecharle la mano. Oí decir: «¡Magnífico, querido amigo!»
               Uno  de  ellos  hasta  pidió  mi  aprobación:  «¿No  es  cierto?»,  me  dijo.  Asentí,  pero  el
               cumplido no era sincero porque yo estaba demasiado cansado.
                  Afuera declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la calle, que
               oía,  adivinaba  la  suavidad  de  la  tarde.  Estábamos  todos  allí  esperando.  Y  lo  que
               esperábamos  juntos  en  realidad  sólo  me  concernía  a  mí.  Volví  a  mirar  a  la  sala.  Todo
               estaba como en el primer día. Encontré la mirada del periodista de la chaqueta gris y de la
               mujer autómata. Lo que me hizo pensar que durante todo el proceso no había buscado a
               María con la mirada. No la había olvidado, pero tenía demasiado que hacer. La vi entre
               Celeste y Raimundo. Me hizo un pequeño ademán como si dijera: « ¡Por fin! », y vi sonreír
               su rostro un poco ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y ni siquiera pude responder a su
               sonrisa.



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