Page 38 - El Extranjero
P. 38
Albert Camus El extranjero
gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre. El
Presidente le ordenó otra vez que abandonara la barra. Celeste fue a sentarse en el escaño.
Durante todo el resto de la audiencia quedó allí, un poco inclinado hacia adelante, con los
codos en las rodillas, el panamá sobre las manos, oyendo todo lo que se decía.
María entró. Se había puesto sombrero y todavía estaba hermosa. Pero me gustaba más
con la cabeza descubierta. Desde el lugar en que estaba adivinaba el ligero peso de sus
senos y reconocía el labio inferior siempre un poco abultado. Parecía muy nerviosa. Le
preguntaron en seguida desde cuándo me conocía. Indicó la época en que trabajaba con
nosotros. El Presidente quiso saber cuáles eran sus relaciones conmigo. Dijo que era mi
amiga. A otra pregunta, contestó que era cierto que debía casarse conmigo. El Procurador,
que hojeaba un expediente, le preguntó con tono brusco cuándo comenzó nuestra unión.
Ella indicó la fecha. El Procurador señaló con aire indiferente que le parecía que era el día
siguiente al de la muerte de mamá. Luego dijo con ironía que no querría insistir sobre una
situación delicada; que comprendía muy bien los escrúpulos de María, pero (y aquí su
acento se volvió más duro) que su deber le ordenaba pasar por encima de las
conveniencias. Pidió pues a María que resumiera el día en el que yo la había conocido.
María no quería hablar, pero ante la insistencia del Procurador recordó el baño, la ida al
cine y el regreso a mi casa. El Abogado General dijo que después de las declaraciones de
María en el sumario de instrucción había consultado los programas de esa fecha. Agregó
que la propia María diría qué película pasaban entonces. Con voz casi inaudible María
indicó que en efecto era una película de Femandel. Cuando concluyó, el silencio era
completo en la sala. El Procurador se levantó entonces muy gravemente y con voz que me
pareció verdaderamente conmovida, el dedo tendido hacia mí, articuló lentamente:
«Señores jurados: al día siguiente de la muerte de su madre este hombre tomaba baños,
comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica. No tengo nada más
que decir.» Volvió a sentarse, siempre en medio del silencio. Pero de golpe María estalló
en sollozos; dijo que no era así, que había otra cosa, que la forzaban a decir lo contrario de
lo que pensaba, que me conocía bien y que no había hecho nada malo. Pero el ujier, a una
señal del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió.
En seguida se escuchó, pero apenas, a Masson, quien declaró que yo era un hombre
honrado, «y que diría más, era un hombre bueno.» Apenas se escuchó también a Salamano
cuando recordó que había tratado bien a su perro y cuando respondió a una pregunta sobre
mi madre y sobre mí diciendo que yo no tenía nada más que decir a mamá y que por eso la
había metido en el asilo. «Hay que comprender, decía Salamano, hay que comprender.»
Pero nadie parecía comprender. Se lo llevaron.
Luego llegó el turno a Raimundo, que era el último testigo. Me hizo una ligera señal y
dijo al instante que yo era inocente. Pero el Presidente declaró que no se le pedían
apreciaciones, sino hechos. Le invitó a esperar las preguntas para responder. Le hicieron
precisar sus relaciones con la víctima. Raimundo aprovechó para decir que era a él a quien
este último odiaba desde que había abofeteado a su hermana. Sin embargo, el Presidente le
preguntó si la víctima no tenía algún motivo para odiarme. Raimundo dijo que mi
presencia en la playa era fruto de la casualidad. Entonces el Procurador le preguntó cómo
era que la carta origen del drama había sido escrita por mí. Raimundo respondió que era
una casualidad. El Procurador redargüyó que la casualidad tenía ya muchas fechorías sobre
su conciencia en este asunto. Quiso saber si era por casualidad que yo no había intervenido
cuando Raimundo abofeteó a su amante; por casualidad que yo había servido de testigo en
la comisaría; por casualidad aún que mis declaraciones con motivo de ese testimonio
habían resultado de pura complacencia. Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles eran
sus medios de vida, y como el último respondiera: «guardalmacén», el Abogado General
Página 37 de 48