Page 37 - El Extranjero
P. 37

Albert Camus                                               El extranjero


                  Sentí  entonces  que  algo  agitaba  a  toda  la  sala  y  por  primera  vez  comprendí  que  era
               culpable. Hicieron repetir al portero la historia del café con leche y la del cigarrillo. El
               Abogado  General  me  miró  con  brillo  irónico  en  los  ojos.  En  ese  momento  el  abogado
               preguntó  al  portero  si  no  había  fumado  conmigo.  Pero  el  Procurador  se  opuso
               violentamente a esta pregunta: «¿Quién es aquí el criminal y cuáles son los métodos que
               consisten en manchar a los testigos de la acusación para desvirtuar testimonios que no por
               eso  resultan  menos  aplastantes?»  Pese  a  todo,  el  Presidente  ordenó  al  portero  que
               respondiese a la pregunta. El viejo dijo con aire cohibido: «Sé perfectamente que hice mal.
               Pero  no me atreví a rehusar el cigarrillo que el señor me ofreció.» En último lugar, me
               preguntaron si no tenía nada que agregar. «Nada, respondí, solamente que el testigo tiene
               razón. Es verdad que le ofrecí un cigarrillo.» El portero me miró entonces con un poco de
               asombro y una especie de gratitud. Vaciló; luego dijo que era él quien me había ofrecido el
               café con leche. El abogado triunfó ruidosamente y declaró que los jurados apreciarían. Pero
               el Procurador atronó sobre nuestras cabezas y dijo: «Sí. Los señores jurados apreciarán. Y
               llegarán a la conclusión de que un extraño podía proponer tomar café, pero que un hijo
               debía rechazarlo delante del cuerpo de la que le había dado la vida.» El portero volvió a su
               asiento.
                  Cuando llegó el turno a Tomás Pérez, un ujier tuvo que sostenerlo hasta la barra. Pérez
               dijo que había conocido principalmente a mi madre y que no me había visto más que una
               vez, el día del entierro. Le preguntaron qué había hecho yo ese día, y respondió: «Ustedes
               comprenderán; me sentía demasiado apenado, de manera que nada vi. La pena me impedía
               ver. Porque era para mí una pena muy grande. Y hasta me desmayé. De manera que no
               pude ver al señor.» El Abogado General le preguntó si por lo menos me había visto llorar.
               Pérez  respondió  que  no.  El  Procurador  dijo  entonces  a  su  vez:  «Los  señores  jurados
               apreciarán.»  Pero  el  abogado  se  había  enfadado.  Preguntó  a  Pérez  en  un  tono  que  me
               pareció exagerado, «si había visto que yo no hubiera llorado.» Pérez dijo: «No.» El público
               rió. Y el abogado recogiendo una de las mangas, dijo con tono perentorio: «¡He aquí la
               imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es cierto!» El Procurador tenía el rostro
               impenetrable y clavaba la punta del lápiz en los rótulos de los expedientes.
                  Después de cinco minutos de suspensión durante los cuales el abogado me dijo que todo
               iba bien, se oyó que la defensa citaba a Celeste. La defensa era yo. Celeste echaba miradas
               hacia mi lado de cuando en cuando y daba vueltas a un panamá entre las manos. Llevaba el
               traje nuevo que se ponía para ir conmigo algunos domingos a las carreras de caballos. Pero
               creo que no había podido ponerse el cuello porque llevaba solamente un botón de cobre
               para mantener cerrada la camisa. Le preguntaron si yo era cliente suyo, y dijo: «Sí, pero
               también  era  un  amigo»;  lo  que  pensaba  de  mí, y respondió que yo era un hombre; qué
               entendía por eso, y declaró que todo el mundo sabía lo que eso quería decir; si había notado
               que era reservado y se limitó a reconocer que yo no hablaba para decir nada. El Abogado
               General le preguntó si yo pagaba regularmente la pensión. Celeste se rió y declaró: «Esos
               eran detalles entre nosotros.» Le preguntaron otra vez qué pensaba de mi crimen. Apoyó
               entonces las manos en la barra y se veía que había preparado alguna respuesta. Dijo: «Para
               mí,  es  una  desgracia.  Todo  el  mundo  sabe  lo  que  es  una  desgracia.  Lo  deja  a  uno  sin
               defensa. Y bien: para mí es una desgracia.» Iba a continuar, pero el Presidente le dijo que
               estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste quedó un poco perplejo. Pero declaró
               que quería decir algo más. Se le pidió que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia.
               Y  el  Presidente  dijo:  «Sí,  de acuerdo.  Pero  estamos  aquí para juzgar desgracias de este
               género. Muchas gracias.» Como si hubiese llegado al colmo de su sabiduría y de su buena
               voluntad, Celeste se volvió entonces hacia mí. Me pareció que le brillaban los ojos y le
               temblaban los labios. Parecía preguntarme qué más podía hacer. Yo no dije nada, no hice



                                                                             Página 36 de 48
   32   33   34   35   36   37   38   39   40   41   42