Page 36 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               respondí:  «Sí,  señor  Presidente»,  según  las  instrucciones  del  abogado.  Esto  fue  largo
               porque el presidente era muy minucioso en su relato. Entretanto, los periodistas escribían.
               Yo sentía la mirada del periodista más joven y de la pequeña autómata. La banqueta de
               tranvía se había vuelto toda entera hacia el Presidente. Este tosió, hojeó el expediente y se
               volvió hacia mí abanicándose.
                  Me dijo que debía abordar ahora cuestiones aparentemente extrañas al asunto, pero que
               quizá le tocasen bien de cerca. Comprendí que iba a hablarme otra vez de mamá y sentí al
               mismo tiempo cuánto me aburría. Me preguntó por qué había metido a mamá en el asilo.
               Contesté que porque carecía de dinero para hacerla atender y cuidar. Me preguntó si me
               había costado personalmente y contesté que ni mamá ni yo esperábamos nada el uno del
               otro, ni de nadie por otra parte, y que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas
               vidas.  El  Presidente  dijo  entonces  que  no quería  insistir  sobre  este  punto  y  preguntó  al
               Procurador si no tenía otra pregunta que formularme.
                  El Procurador estaba medio vuelto de espaldas hacia mí y, sin mirarme, declaró que, con
               la autorización del Presidente, querría saber si yo había vuelto al manantial con la intención
               de matar al árabe. «No», dije. «Entonces, ¿por qué estaba armado y por qué volver a ese
               lugar precisamente?» Dije que era el azar. Y el Procurador señaló con acento cruel: «Nada
               más por el momento.» Todo fue en seguida un poco confuso, por lo menos para mí. Pero
               después de algunos conciliábulos el Presidente declaró que la audiencia quedaba levantada
               y transferida hasta la tarde para recibir la declaración de los testigos.
                  No tuve tiempo de reflexionar. Se me llevó, se me hizo subir al coche celular y se me
               condujo a la cárcel, donde comí. Al cabo de muy poco tiempo, exactamente el necesario
               para darme cuenta de que estaba cansado, volvieron a buscarme: todo comenzó de nuevo y
               me encontré en la misma sala, delante de los mismos rostros. Sólo que el calor era mucho
               más intenso y, como por milagro, cada uno de los jurados, el Procurador, el abogado y
               algunos periodistas estaban también provistos de abanicos de paja. El periodista joven y la
               mujercita estaban siempre allí. Pero no se abanicaban y seguían mirándome sin decir nada.
                  Me enjugué el sudor que me cubría el rostro y recobré un poco la conciencia del lugar y
               de mí mismo sólo cuando oí llamar al  director  del  asilo. Le preguntaron si mamá se
               quejaba de mí y dijo que sí, pero que sus pensionistas tenían un poco la manía de quejarse
               de los parientes. El Presidente le hizo precisar si ella me reprochaba el haberla metido en el
               asilo,  y  el  director  dijo  otra  vez  que  sí. Pero  esta  vez no  agregó  nada.  A  otra  pregunta
               contestó que había quedado sorprendido de mi calma el día del entierro. Le preguntaron
               qué entendía por calma. El director miró entonces la punta de sus zapatos y dijo que yo no
               había querido ver a mamá, que no había llorado ni una sola vez y que después del entierro
               había partido en seguida, sin recogerme ante su tumba. Otra cosa le había sorprendido: un
               empleado de pompas fúnebres le había dicho que yo no sabía la edad de mamá. Hubo un
               momento de silencio, y el Presidente le preguntó si estaba seguro que era de mí de quien
               había hablado. Como el director no comprendía la pregunta, le dijo: «Así lo dispone la
               ley.» Luego el Presidente preguntó al Abogado General si quería interrogar al testigo, y el
               Procurador gritó: «¡Oh, no, es suficiente!» con tal ostentación y tal mirada triunfante hacia
               mi lado que por primera vez desde hacía muchos años tuve un estúpido deseo de llorar
               porque sentí cuánto me detestaba toda esa gente.
                  Después de haber preguntado al Jurado y al abogado si tenían preguntas que formular, el
               Presidente  oyó  al  portero.  Para  él,  como  para  todos  los  demás,  se  repitió  el  mismo
               ceremonial. Cuando llegó, el portero me miró y apartó la vista. Respondió a las preguntas
               que se le formularon. Dijo que yo no había querido ver a mamá, que había fumado, que
               había dormido y tomado café con leche.




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