Page 35 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
usted, desde luego. Pero como está encargado de informar acerca del proceso del parricida,
se le ha pedido que telegrafíe sobre su asunto al mismo tiempo.» Ahí, otra vez, estuve a
punto de agradecerle. Pero pensé que sería ridículo. Me hizo un breve ademán cordial con
la mano y nos dejó. Esperamos aún algunos minutos.
Llegó el abogado, de toga, rodeado de muchos otros colegas. Fue hacia los periodistas y
dio algunos apretones de mano. Bromearon, rieron, y parecían sentirse muy a su gusto,
hasta el momento en que el campanilleo sonó en la sala. Todos volvieron a sus lugares. El
abogado vino hacia mí, me estrechó la mano y me aconsejó que contestara brevemente a
las preguntas que se me formularan, que no tomara la iniciativa y que confiara en él para
todo lo demás.
Oí el ruido de una silla que hacían retroceder a la izquierda y vi a un hombre alto,
delgado, vestido de rojo, con lentes, que se sentaba arreglando cuidadosamente la toga. Era
el Procurador. Un ujier anunció la presencia del Tribunal. En el mismo momento
comenzaron a zumbar dos enormes ventiladores. Tres jueces, dos de negro y el tercero de
rojo, entraron con expedientes y caminaron rápidamente hacia el estrado que dominaba la
sala. El hombre de toga roja se sentó en el sillón del centro, colocó el birrete delante de sí,
se enjugó el pequeño cráneo calvo con un pañuelo y declaró que la audiencia quedaba
abierta.
Los periodistas tenían ya la estilográfica en la mano. Aparentaban todos el mismo aire
indiferente y un poco zumbón. Sin embargo, uno de ellos, mucho más joven, vestido de
franela gris con corbata azul, había dejado la estilográfica delante de sí y me miraba. En su
rostro un poco asimétrico no veía más que los dos ojos, muy claros, que me examinaban
atentamente, sin expresar nada definible. Y tuve la singular impresión de ser mirado por mí
mismo. Quizá haya sido por esto, o también porque no conocía las costumbres del lugar,
pero no comprendí claramente todo lo que ocurrió en seguida, el sorteo de los jurados, las
preguntas planteadas por el Presidente al abogado, al Procurador y al Jurado (cada vez
todas las cabezas de los jurados se volvían al mismo tiempo hacia el Tribunal), una rápida
lectura del acta de acusación, en la que reconocía nombres de lugares y de personas, y
nuevas preguntas al abogado.
El Presidente dijo que iba a proceder al llamado de los testigos. El ujier leyó unos
nombres que me atrajeron la atención. Del seno del público, informe un momento antes, vi
levantarse uno por uno, para desaparecer en seguida por una puerta lateral, al director y al
portero del asilo, al viejo Tomás Pérez, a Raimundo, a Masson, a Salamano y a María. Esta
me hizo una ligera seña ansiosa. Estaba asombrado aún de no haberlos visto antes, cuando
al llamado de su nombre se levantó el último: Celeste. Reconocí a su lado a la mujercita del
restaurante con la chaqueta y el aire preciso y decidido. Me miraba con intensidad. Pero no
tuve tiempo de reflexionar porque el Presidente tomó la palabra. Dijo que iba a comenzar
la verdadera audiencia y que creía inútil recomendar al público que conservara la calma.
Según él, estaba allí para dirigir con imparcialidad la audiencia de un asunto que quería
considerar con objetividad. La sentencia dictada por el Jurado sería adoptada con espíritu
de justicia y, en cualquier caso, haría desalojar la sala al menor incidente.
El calor aumentaba. En la sala los asistentes se abanicaban con los periódicos, lo que
producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una señal y el ujier
trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces utilizaron inmediatamente.
El interrogatorio comenzó en seguida. El Presidente me preguntó con calma y me pareció
que aun con un matiz de cordialidad. Se me hizo declarar otra vez sobre mi identidad y, a
pesar de mi irritación, pensé que en el fondo era bastante natural porque sería muy grave
juzgar a un hombre por otro. Luego el Presidente volvió a comenzar el relato de lo que y o,
había hecho, dirigiéndose a mí cada tres frases para preguntarme: «¿Es así?» Cada vez
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