Page 34 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero



                                                   III



                  Puedo decir que, en rigor, el verano reemplazó muy pronto al verano. Sabía que con la
               subida  de  los  primeros  calores  sobrevendría  algo  nuevo  para  mí.  Mi  proceso  estaba
               inscripto  para  la  última  reunión  del  Tribunal,  que  se  realizaría  en  el  mes  de  junio.  La
               audiencia  comenzó  mientras  afuera  el  sol  estaba  en  su  plenitud.  El  abogado  me  había
               asegurado  que  no  duraría  más  de  dos  o  tres  días.  «Por  otra  parte»,  había  agregado,  «el
               Tribunal tendrá prisa porque su asunto no es el más importante de la audiencia. Hay un
               parricidio que pasará inmediatamente después».
                  A las siete y media de la mañana vinieron a buscarme y el coche celular me condujo al
               Palacio de Justicia. Los dos gendarmes me hicieron entrar en una habitación pequeña que
               olía  a  humedad.  Esperamos  sentados  cerca  de  una  puerta  tras  la  cual  se  oían  voces,
               llamamientos,  ruidos  de sillas  y  todo un  bullicio  que  me hizo pensar en  esas fiestas de
               barrio en las que se arregla la sala para poder bailar después del concierto. Los gendarmes
               me dijeron que era necesario esperar al Tribunal y uno de ellos me ofreció un cigarrillo,
               que rechacé. Me preguntó poco después si estaba nervioso. Respondí que no. Y aun, en
               cierto sentido, me interesaba ver un proceso. No había tenido nunca ocasión de hacerlo en
               mi vida. «Sí», dijo el segundo gendarme, «pero concluye por cansar.»
                  Después de un momento un breve campanilleo sonó en la sala. Me quitaron entonces las
               esposas. Abrieron la puerta y me hicieron entrar al lugar de los acusados. La sala estaba
               llena de bote en bote. A pesar de las cortinas, el sol se filtraba por algunas partes y el aire
               estaba  sofocante.  Habían  dejado  los  vidrios  cerrados.  Me  senté  y  los  gendarmes  me
               rodearon.  En  ese  momento  vi  una  fila  de  rostros  delante  de  mí.  Todos  me  miraban:
               comprendí que eran los jurados. Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros.
               Sólo tuve una impresión: estaba delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros
               anónimos espiaban al recién llegado para notar lo que tenía de ridículo. Sé perfectamente
               que era una idea tonta, pues allí no buscaban el ridículo, sino el crimen. Sin embargo, la
               diferencia no es grande y, en cualquier caso, es la idea que se me ocurrió.
                  Estaba un poco aturdido también ante tanta gente en la sala cerrada. Miré otra vez hacia
               el público y no distinguí ningún rostro. Creo que al principio no me había dado cuenta de
               que toda esa gente se apretujaba para verme. Generalmente, los demás no se ocupaban de
               mi persona. Me costó un esfuerzo comprender que yo era la causa de toda esta agitación.
               Dije al gendarme: «¡Cuánta gente!» Me respondió que era por los periódicos y me mostró
               un grupo que estaba cerca de una mesa, debajo del estrado de los jurados. Me dijo: «Ahí
               están.»  Pregunté:  «¿Quiénes?»,  y  repitió:  «Los  periódicos.»  Conocía  a  uno  de  los
               periodistas  que  le  vio  en  ese  momento  y  se  dirigió  hacia  nosotros.  Era  un  hombre  ya
               bastante  entrado  en  años,  simpático,  con  una  cara  gesticulosa.  Estrechó  la  mano  del
               gendarme  con  mucho  calor.  Noté  en  ese  momento  que  toda  la  gente  se  reunía,  se
               interpelaba y conversaba como en un club donde es agradable encontrarse entre personas
               del mismo mundo. Me expliqué también la extraña impresión que sentía de estar de más,
               de ser un poco intruso. Sin embargo, el periodista se dirigió a mí, sonriente. Me dijo que
               esperaba  que  todo  saldría  bien  para  mí.  Le  agradecí,  y  agregó:  «Usted  sabe,  hemos
               hinchado un poco el asunto. El verano es la estación vacía para los periódicos. Y lo único
               que valía algo era su historia y la del parricida.» Me mostró en seguida, en el grupo que
               acababa de dejar, a un hombrecillo que parecía una comadreja cebada con enormes gafas
               de aro negro. Me dijo que era el enviado especial de un diario de París: «No ha venido por



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