Page 32 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
En cuanto a lo demás, en general no iba tan lejos. Los primeros meses fueron duros. Pero
precisamente el esfuerzo que debía hacer ayudaba a pasarlos. Por ejemplo, estaba
atormentado por el deseo de una mujer. Era natural: yo era joven. No pensaba nunca en
María particularmente. Pero pensaba de tal manera en una mujer, en las mujeres, en todas
las que había conocido, en todas las circunstancias en las que las había amado, que la celda
se llenaba con todos sus rostros y se poblaba con mis deseos. En cierto sentido esto me
desequilibraba. Pero en otro, mataba el tiempo. Había concluido por ganar la simpatía del
guardián jefe que acompañaba al mozo de la cocina a la hora de las comidas. El fue quien
primero me habló de mujeres. Me dijo que era la primera cosa de la que se quejaban los
otros. Le dije que yo era como ellos y que encontraba injusto este tratamiento. «Pero», dijo,
«precisamente para eso los ponen a ustedes en la cárcel.» —«¿Cómo, para eso?»— «Pues
sí. La libertad es eso. Se les priva de la libertad.» Nunca había pensado en ello. Asentí: «Es
verdad», le dije, «si no, ¿dónde estaría el castigo?» —«Sí, usted comprende las cosas. Los
demás no. Pero concluyen por satisfacerse por sí mismos.» El guardián se marchó en
seguida.
Hubo también los cigarrillos. Cuando entré en la cárcel me quitaron el cinturón, los
cordones de los zapatos, la corbata y todo lo que llevaba en los bolsillos, especialmente los
cigarrillos, una vez en la celda pedí que me los devolvieran. Pero se me dijo que estaba
prohibido. Los primeros días fueron muy duros. Quizá haya sido esto lo que más me abatió.
Chupaba trozos de madera que arrancaba de la tabla de la cama. Soportaba durante todo el
día una náusea perpetua. No comprendía por qué me privaban de aquello que no hacía mal
a nadie. Más tarde comprendí que también formaba parte del castigo. Pero ya me había
acostumbrado a no fumar más y este castigo había dejado de ser tal para mí.
Fuera de estas molestias no me sentía demasiado desgraciado. Una vez más todo el
problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar,
concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi cuarto, y, con la
imaginación, salía de un rincón para volver detallando mentalmente todo lo que encontraba
en el camino. Al principio lo hacía rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un
poco más largo. Recordaba cada mueble, y de cada uno, cada objeto que en él se
encontraba, y de cada objeto, todos los detalles, y de los detalles, una incrustación, una
grieta o un borde gastado, los colores y las imperfecciones. Al mismo tiempo ensayaba no
perder el hilo del inventario, hacer una enumeración completa. Es cierto que fue al cabo de
algunas semanas, pero podía pasar horas nada más que con enumerar lo que se encontraba
en mi cuarto. Así, cuanto más reflexionaba, más cosas desconocidas u olvidadas extraía de
la memoria. Comprendí entonces que un hombre que no hubiera vivido más que un solo
día podía vivir fácilmente cien años en una cárcel. Tendría bastantes recuerdos para no
aburrirse. En cierto sentido era una ventaja.
Existía también el sueño. Al principio dormía mal por la noche y nada durante el día.
Poco a poco las noches fueron mejores y pude también dormir de día. Puedo decir que en
los últimos meses dormía de dieciséis a dieciocho horas por día. Me quedaban por lo tanto
seis horas para matar con comida, las necesidades naturales, los recuerdos y la historia del
checoslovaco.
Entre el jergón y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al género,
un viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un hecho policial cuyo
comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en Checoslovaquia. Un hombre había
partido de un pueblo checo para hacer fortuna. Al cabo de veinticinco años había regresado
rico, con su mujer y un hijo. La madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal.
Para sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hilo en otro establecimiento y había ido a
casa de la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por broma, se le ocurrió tomar
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