Page 31 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  «Juana no quiso tomarlo», gritaba a voz en cuello. «Sí, sí», decía el hombre. «Le dije que
               al salir volverías a llevártelo pero no quiso tomarlo.»
                  María me gritó por su parte que Raimundo me mandaba saludos. Dije: «Gracias» pero mi
               voz quedó tapada por el vecino que pregunto «si estaba bien». Su mujer rió y dijo «que
               nunca se había sentido mejor» El vecino de la izquierda, un jovenzuelo de manos finas. no
               decía nada. Noté que estaba frente a la viejecita y que ambos se miraban con intensidad.
               Pero  no tuve tiempo de observarlos más porque María me gritó que era necesario tener
               esperanzas. Dije: «Sí.» Al mismo tiempo la miraba y tenía deseos de oprimirle el hombro
               por encima del vestido. Tenía deseos de tocar la tela fina, pues no sabia qué otra cosa podía
               esperar. Pero sin duda era lo que María quería decir porque seguía sonriendo. Yo no veía
               más  que  el  brillo  de  sus  dientes  y  los  pequeños  pliegues  de  sus  ojos.  Gritó  de  nuevo:
               «¡Saldrás y nos casaremos!» Respondí: «¿Lo crees?» pero lo dije sobre todo por decir algo
               Dijo entonces rápidamente y siempre muy alto que sí, que saldría libre y que volveríamos a
               bañarnos. Pero la otra mujer aullaba por su lado y decía que había dejado un canasto en la
               portería.  Enumeraba  todo  lo  que  había  puesto  en  él.  Habría  que  verificarlo  pues  todo
               costaba  caro.  El  otro  vecino  y  su  madre  seguían  mirándose.  El murmullo  de los árabes
               continuaba por debajo de nosotros. Afuera, la luz pareció hincharse contra la ventana. Se
               derramó sobre todos los rostros como un jugo fresco.
                  Me sentía un poco enfermo y hubiese querido irme. El ruido me hacía daño. Pero, por
               otro lado, quería aprovechar aun más la presencia de María. No sé cuánto tiempo pasó.
               María me habló de su trabajo y no cesaba de sonreír. Se cruzaban los murmullos, los gritos
               y  las  conversaciones.  El  único islote  de silencio estaba  a mi lado, en el muchacho y la
               anciana que se miraban. Poco a poco los árabes fueron llevados. No bien salió el primero,
               casi todo el mundo calló. La viejecita se aproximó a los barrotes y, al mismo tiempo, un
               guardián hizo una señal al hijo. Dijo: «Hasta pronto, mamá», y ella pasó la mano entre dos
               barrotes para hacerle un saludo lento y prolongado.
                  La viejecita se fue mientras un hombre entraba y ocupaba el lugar, con el sombrero en la
               mano. Se introdujo a otro preso y hablaron con animación, pero a media voz porque la
               habitación había vuelto a quedar silenciosa. Vinieron a buscar al vecino de la derecha y su
               mujer le dijo sin bajar el tono, como si no hubiese notado que ya no era necesario gritar:
               «¡Cuídate  y  fíjate  en  lo  que  haces!»  Luego  me  llegó  el  tumo.  María  hizo  ademán  de
               besarme. Me volví antes de salir. Permanecía inmóvil, con el rostro apretado contra la reja,
               con la misma sonó risa abierta y crispada.
                  Poco después me escribió. Y a partir de ese momento comenzaron las cosas de las que
               nunca me ha gustado hablar. De todos modos, no se debe exagerar nada y para mí resultó
               más  fácil  que  para  otros.  Al  principio  de  la  detención  lo  más  duro  fue  que  tenía
               pensamientos de hombre libre por ejemplo, sentía deseos de estar en una playa y de bajar
               hacia  el  mar.  Al  imaginar  el  ruido  de  las  primeras  olas  bajo  las  plantas  de  los  pies,  la
               entrada del cuerpo en el agua y el alivio que encontraba, sentía de golpe cuánto se habían
               estrechado los muros de la prisión. Pero esto duró algunos meses. Después no tuve sino
               pensamientos de presidiario. Esperaba el paseo cotidiano que daba por el patio o la visita
               del abogado. Disponía muy bien el resto del tiempo. Pensé a menudo entonces que si me
               hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol seco sin otra ocupación que la de mirar la flor
               del cielo sobre la cabeza, me habría acostumbrado poco a poco. Hubiese esperado el paso
               de los pájaros y el encuentro de las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi
               abogado y como, en otro mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo
               de María. Después de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más
               desgraciados que yo. Por otra parte, mamá tenía la idea, y la repetía a menudo, de que uno
               acaba por acostumbrarse a todo.



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