Page 30 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
II
Hay cosas de las que nunca me ha gustado hablar. Cuando entré en la cárcel comprendí al
cabo de algunos días que no me gustaría hablar de esta parte de mi vida.
Más tarde dejé de dar importancia a estas repugnancias. En realidad, yo no estaba
realmente en la cárcel los primeros días; esperaba vagamente algún nuevo acontecimiento.
Todo comenzó después de la primera y única visita de María. Desde el día en que recibí su
carta (me decía que no le permitían venir más porque no era mi mujer), desde ese día sentí
que la celda era mi casa y que mi vida se detenía allí. El día de mi arresto me encerraron al
principio en una habitación donde había varios detenidos, la mayor parte árabes. Al verme,
se rieron. Luego me preguntaron qué había hecho. Dije que había matado a un árabe y
quedaron silenciosos. Pero un momento después cayó la noche. Me explicaron cómo había
que arreglar la estera en la que debía de acostarme. Arrollando uno de los extremos podía
hacerse una almohada. Toda la noche me corrieron las chinches en la cara. Algunos días
después me aislaron en una celda en la que dormía sobre una tabla de madera. Tenía una
cubeta para las necesidades y una jofaina de hierro. La cárcel se hallaba en lo alto de la
ciudad y por la pequeña ventana podía ver el mar. Un día en que estaba aferrado a los
barrotes con el rostro extendido hacia la luz, entro un guardián y me dijo que tenía una
visita. Se me ocurrió que sería María. Y era ella.
Para ir al locutorio seguí por un largo pasillo, luego una escalera y, para terminar otro
pasillo. Entré en una gran habitación iluminada por una amplia abertura. La sala estaba
dividida en tres partes por dos altas rejas que la cortaban a lo largo. Entre las dos rejas
había un espacio de ocho a diez metros que separaba a los visitantes de los presos. Vi a
María enfrente de mí, con el vestido a rayas y el rostro tostado. De mi lado había una
decena de detenidos, árabes la mayor parte. María estaba rodeada de moras y se encontraba
entre dos visitantes, una viejecita de labios apretados, vestida de negro, y una mujer gorda,
en cabeza, que hablaba muy alto y gesticulaba. Debido a la distancia que había entre las
rejas, los visitantes y los presos se veían obligados a hablar muy alto. Cuando entré, el
ruido de las voces que rebotaba contra las grandes paredes desnudas de la sala, y la cruda
luz que bajaba desde el cielo sobre los vidrios y brotaba en la sala, me causaron una especie
de aturdimiento. Mi celda era más tranquila y más oscura. Necesité algunos segundos para
adaptarme. Sin embargo, concluí por ver cada rostro con nitidez, destacado a plena luz.
Observé que un guardián estaba sentado en el extremo del pasillo entre las dos rejas. La
mayor parte de los presos árabes, así como sus familias, estaban en cuclillas frente a frente.
Pero no gritaban. A pesar del tumulto lograban entenderse hablando muy bajo. El
murmullo sordo, surgido desde abajo, formaba un bajo continuo a las conversaciones que
se entrecruzaban por sobre las cabezas. Observé todo rápidamente y avancé hacia María.
Pegada ya a la reja me sonreía con toda el alma. La encontré muy bella, pero no supe
decírselo.
«¿Qué tal?», me dijo muy alto. «¿Qué tal?, ya lo ves.» «¿Estás bien? ¿Tienes todo lo que
precisas?» «Sí, todo.»
Nos callamos y María seguía sonriendo. La mujer gorda aullaba a mi vecino, sin duda el
mando, un sujeto alto, rubio, de mirada franca. Era la continuación de una conversación ya
comenzada.
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