Page 28 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


               Y con voz enteramente cambiada, casi trémula, gritó: «¿Conoce usted a Este?» Dije: «Sí,
               naturalmente.» Entonces me dijo muy de prisa y de un modo apasionado que él creía en
               Dios y que estaba convencido de que ningún hombre era tan culpable como para que Dios
               no lo perdonase, pero que para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se
               volviese  como  un  niño  cuya  alma  está  vacía  y  dispuesta  a  aceptarlo  todo.  Se  había
               inclinado  con  todo  el  cuerpo  sobre  la  mesa.  Agitaba  el crucifijo casi sobre mí. A decir
               verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo porque tenía calor, porque
               unos moscardones se posaban en mi cara, y también porque me atemorizaba un poco. Me
               daba cuenta al mismo tiempo de que era ridículo porque yo era el criminal, después de
               todo. Sin embargo, continuó. Comprendí más o menos que en su opinión no había más que
               un  punto  oscuro  en mi  confesión:  era  el  hecho  de  haber  esperado para tirar el segundo
               disparo  de  revólver.  El  resto  estaba  muy  bien,  pero  él  no  comprendía  por  qué  había
               esperado.
                  Iba a decirle que hacía mal en obstinarse: el último punto no tenía tanta importancia. Pero
               me interrumpió y me exhortó por última vez, irguiéndose entero, y preguntándome si creía
               en Dios. Contesté que no. Se sentó indignado. Me dijo que era imposible, que todos los
               hombres creían en Dios, aun aquellos que le volvían la espalda. Tal era su convicción, y si
               alguna vez llegara a dudar, la vida no tendría sentido. «¿Quiere usted», exclamó, «que mi
               vida carezca de sentido?» Según mi opinión aquello no me concernía y se lo dije. Entonces
               me puso el Cristo bajo los ojos por sobre la mesa y gritó en forma irrazonable: «Yo soy
               cristiano. Pido a Este el perdón de tus pecados. ¿Cómo puedes no creer que ha sufrido por
               ti?» Me di perfecta cuenta de que me tuteaba, pero..., también, estaba harto. Cada vez hacía
               más y más calor Como siempre que siento deseos de librarme de alguien a quien apenas
               escucho, puse cara de aprobación. Con gran sorpresa mía, exclamó triunfante: «Ves, ves»,
               decía. «¿No es cierto que crees y que vas a confiarte en El?» Evidentemente, dije «no» una
               vez más. Se dejó caer en el sillón.
                  Parecía muy fatigado. Quedó un momento silencioso mientras la máquina, que no había
               cesado  de  seguir el  diálogo,  prolongaba  todavía  las últimas  frases. En seguida me miró
               atentamente y con un poco de tristeza. Murmuró: «Nunca he visto un alma tan endurecida
               como la suya. Los criminales que han comparecido delante de mí han llorado siempre ante
               esta imagen del dolor.» Iba a responder que eso sucedía justamente porque se trataba de
               criminales.  Pero  pensé  que  yo  también  era  criminal.  Era  una  idea  a  la  que  no  podía
               acostumbrarme.  Entonces  el  juez  se  levantó  como  si  quisiera  indicarme  que  el
               interrogatorio  había  terminado.  Se  limitó  a  preguntarme,  con  el  mismo  aspecto  de
               cansancio, si lamentaba el acto que había cometido. Reflexioné y dije que más que pena
               verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía. Pero
               aquel día las cosas no fueron más lejos.
                  Después  de  esto,  volví  a  ver  a  menudo  al  juez  de  instrucción.  Pero  cada  vez  estaba
               acompañado  por  mi  abogado.  Se  limitaban  a  hacerme  precisar  ciertos  puntos  de  las
               declaraciones precedentes. O el juez discutía los cargos con el abogado. Pero, en verdad, no
               se ocupaban nunca de mí en esos momentos. Sin embargo, poco a poco cambió el tono de
               los interrogatorios. Parecía que el juez no se interesaba más por mí y que había archivado
               el caso, en cierto modo. No me habló más de Dios y no lo volví a ver más con la excitación
               del primer día. Las entrevistas se hicieron más cordiales. Algunas preguntas, un poco de
               conversación con el abogado, y los interrogatorios concluían. El asunto seguía su curso,
               según la propia expresión del juez. Algunas veces también, cuando la conversación era de
               orden general, me mezclaban en ella. Comenzaba a respirar. Nadie en esos momentos se
               mostraba  malo  conmigo.  Todo  era  tan  natural,  tan  bien  arreglado  y  tan  sobriamente
               representado, que tenía la ridícula impresión de  «formar parte de la familia.» Y al cabo de



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