Page 27 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  Reflexionó. Me preguntó si podía decir que aquel día había dominado mis sentimientos
               naturales. Le dije: «No, porque es falso.» Me miró en forma extraña como si le inspirase un
               poco de  repugnancia.  Me  dijo  casi  malignamente  que en cualquier caso el director y el
               personal  del  asilo  serían  oídos  como  testigos  y  que  «podía  resultarme  una  muy  mala
               jugada». Le hice notar que esa historia no tenía relación con mi asunto, pero se limitó a
               responderme que era evidente que nunca había estado en relaciones con la justicia.
                  Se fue con aire enfadado. Hubiese querido retenerle; explicarle que deseaba su simpatía,
               no para ser defendido mejor, sino, si puedo decirlo, naturalmente. Me daba cuenta sobre
               todo  de  que  lo  ponía  en  una  situación  incómoda.  No  me  comprendía  y  estaba un  poco
               resentido  conmigo.  Sentía  deseos  de  asegurarle  que  yo  era  como  todo  el  mundo,
               absolutamente como todo el mundo. Pero todo esto en el fondo no tenía gran utilidad y
               renuncié por pereza.
                  Poco después me condujeron nuevamente ante el juez de instrucción. Eran las dos de la
               tarde, y esta vez el escritorio estaba lleno de luz apenas tamizada por una cortina de gasa.
               Hacía  mucho  calor.  Me  hizo  sentar  y  con  suma  cortesía  me  declaró  que  por  «un
               contratiempo» mi abogado no había podido venir. Pero tenía derecho de no contestar a sus
               preguntas y de esperar a que el abogado pudiese asistirme. Dije que podía contestárselo.
               Apretó con el dedo un botón sobre la mesa. Un joven escribiente vino a colocarse casi a
               mis espaldas.
                  Nos acomodamos ambos en los sillones. Comenzó el interrogatorio. Me dijo en primer
               término que se me describía como un carácter taciturno y reservado y quiso saber cuál era
               mi opinión. Respondí: «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me callo.» Sonrió como
               la primera vez; estuvo de acuerdo en que era la mejor de las razones, y agregó: «Por otra
               parte,  esto  no  tiene  importancia  alguna.»  Se  calló,  me  miró  y  se  irguió  bruscamente,
               diciéndome con rapidez: «Quien me interesa es usted.» No comprendí bien qué quería decir
               con eso y no contesté nada. «Hay cosas», agregó, «que no entiendo en su acto. Estoy seguro
               de que usted me ayudará a comprenderlas.» Dije que todo era muy simple. Me apremió
               para  que  describiese  el  día.  Le  relaté  lo  que  ya  le  había  contado,  resumido  para  él:
               Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la playa, el pequeño manantial, el sol y los
               cinco  disparos  de  revólver.  A  cada  frase  decía:  «Bien,  bien.»  Cuando  llegué  al  cuerpo
               tendido,  aprobó  diciendo:  «Bueno.»  Me  sentía  cansado  de  tener  que  repetir  la  misma
               historia y me parecía que nunca había hablado tanto.
                  Después de un silencio se levantó y me dijo que quería ayudarme, que yo le interesaba, y
               que,  con  la  ayuda  de  Dios,  haría  algo  por  mí.  Pero  antes  quería  hacerme  aún  algunas
               preguntas. Sin transición me preguntó si quería a mamá. Dije: «Sí, como todo el mundo» y
               el escribiente, que hasta aquí escribía con regularidad en la máquina, debió de equivocarse
               de tecla, pues quedó confundido y tuvo que volver atrás. Siempre sin lógica aparente, el
               juez  me  preguntó  entonces  si  había  disparado  los  cinco  tiros  de revólver  uno  tras  otro.
               Reflexioné  y  precisé  que  había  disparado  primero  una  sola  vez  y,  después  de  algunos
               segundos, los otros cuatro disparos. «¿Por qué esperó usted entre el primero y el segundo
               disparo?», dijo entonces. De nuevo revivió en mí la playa roja y sentí en la frente el ardor
               del sol. Pero esta vez no contesté nada. Durante todo el silencio que siguió, el juez pareció
               agitarse. Se sentó, se revolvió el pelo con las manos, apoyó los codos en el escritorio, y con
               extraña expresión se inclinó hacia mí: «¿Por qué, por qué disparó usted contra un cuerpo
               caído?» Tampoco a esto supe responder. El juez se pasó las manos por la frente y repitió la
               pregunta con voz un poco alterada: «¿Por qué? Es preciso que usted me lo diga. ¿Por qué?»
               Yo seguía callado.
                  Bruscamente se levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del despacho y abrió
               el cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió volviendo hacia mí.



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