Page 26 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
Segunda parte
I
Inmediatamente después de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de
interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez el asunto
pareció no interesar a nadie en la comisaría. Por el contrario, ocho días después el juez de
instrucción me miró con curiosidad. Pero me preguntó, para empezar, solamente mi
nombre y dirección, mi profesión, la fecha y el lugar de nacimiento. Luego quiso saber si
había elegido abogado. Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si era
absolutamente necesario tener uno. «¿Por qué?» dijo. Le contesté que encontraba el asunto
muy simple. Sonrió y dijo: «Es una opinión. Sin embargo, ahí está la ley. Si no elige usted
abogado nosotros designaremos uno de oficio.» Me pareció muy cómodo que la justicia se
encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de acuerdo y llegó a la conclusión de que la
ley estaba bien hecha.
Al principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes;
sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar
mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción semejante en los libros y
todo me pareció un juego. Después de nuestra conversación, por el contrario, le miré y vi
un hombre de rasgos finos, ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y
abundantes cabellos casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a
pesar de algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a tenderle la
mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.
Al día siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante joven,
con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba en mangas de
camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña corbata de gruesas rayas blancas
y negras. Puso sobre la cama la cartera que llevaba bajo el brazo, se presentó y me dijo que
había estudiado el expediente. El asunto era delicado, pero no dudaba del éxito si le tenía
confianza. Le agradecí y me dijo: «Vamos al grano.»
Se sentó en la cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada. Se
había sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había hecho
entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían enterado de que «yo
había dado pruebas de insensibilidad» el día del entierro de mamá. «Usted comprenderá»,
me dijo el abogado, «me molesta un poco tener que preguntarle esto. Pero es muy
importante. Si no encuentro alguna propuesta será un sólido argumento para la acusación».
Quería que le ayudara. Me preguntó si había sentido pena aquel día. Esta pregunta me
sorprendió mucho y me parecía que me habría sentido muy molesto si yo hubiera tenido
que formularla. Sin embargo, respondí que había perdido un poco la costumbre de
interrogarme y que me era difícil informarle. Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no
quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de
aquellos a quienes amaban. Aquí el abogado me interrumpió y pareció muy agitado. Me
hizo prometer que no diría tal cosa en la audiencia ni ante el juez instructor. Le expliqué
que tenía una naturaleza tal que las necesidades físicas alteraban a menudo mis
sentimientos. El día del entierro de mamá estaba muy cansado y tenía sueño, de manera que
no me di cuenta de lo que pasaba. Lo que podía afirmar con seguridad es que hubiera
preferido que mamá no hubiese muerto. Pero el abogado no pareció conforme. Me dijo:
«Eso no es bastante.»
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