Page 24 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero


                  Caminamos  mucho  tiempo  por  la  playa.  El  sol  estaba  ahora  abrasador.  Se  rompía  en
               pedazos sobre la arena y sobre el mar. Tuve la impresión de que Raimundo sabía a dónde
               iba, pero sin duda era una falsa impresión. En el extremo de la playa llegamos al fin a un
               pequeño  manantial  que  corría  por  la  arena  hacia  el  mar  detrás  de  una  gran  roca.  Allí
               encontramos a los dos árabes. Estaban acostados con los grasientos albornoces. Parecían
               enteramente tranquilos y casi apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada. El que había
               herido a Raimundo le miraba sin decir nada. El otro soplaba una cañita y, mirándonos de
               reojo, repetía sin cesar las tres notas que sacaba del instrumento.
                  Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido
               del manantial y las tres notas. Luego Raimundo echó mano al revólver de bolsillo, pero el
               otro no se movió y continuaron mirándose. Noté que el que tocaba la flauta tenía los dedos
               de los pies muy separados. Sin quitar los ojos de su adversario, Raimundo me preguntó:
               «¿Lo tumbo?» Pensé que si le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a
               decirle: «Todavía no te ha hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del calor se
               oyó  aún  el  leve  ruido  del  agua  y  de  la  flauta.  Luego  Raimundo  dijo:  «Entonces  voy  a
               insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le respondí: «Así es. Pero si no saca el cuchillo
               no puedes tirar.» Raimundo comenzó a excitarse un poco. El otro tocaba siempre y los dos
               observaban cada movimiento de Raimundo. «No», dije a Raimundo. «Tómalo de hombre a
               hombre y dame el revólver. Si el otro interviene, o saca el cuchillo, yo lo tumbaré.»
                  Cuando Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún
               inmóviles como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros. Nos mirábamos sin
               bajar los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el sol, el doble silencio de la
               flauta y del agua. Pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar y que lo mismo daba.
               Pero bruscamente los árabes se deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca.
               Raimundo y yo volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús
               de regreso.
                  Le  acompañé  hasta  la  cabañuela,  y  mientras  trepaba  por  la  escalera  de  madera  quedé
               delante del primer peldaño, con la cabeza resonante de sol, desanimado ante el esfuerzo
               que era necesario hacer para subir al piso de madera y hablar otra vez con las mujeres. Pero
               el calor era tal que me resultaba penoso también permanecer inmóvil bajo la enceguecedora
               lluvia que caía del cielo. Quedar aquí o partir, lo mismo daba. Al cabo de un momento
               volví hacia la playa y me puse a caminar.
                  Persistía  el  mismo  resplandor  rojo.  Sobre  la  arena  el  mar  jadeaba  con  la  respiración
               rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la
               frente  se  me  hinchaba  bajo  el  sol.  Todo  aquel  calor  pesaba  sobre  mí  y  se  oponía  a  mi
               avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes,
               cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al
               sol y a la opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban
               ante cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de un fragmento
               de  vidrio.  Caminé  largo  tiempo.  Veía  desde  lejos  la  pequeña  masa  oscura  de  la  roca
               rodeada  de  un  halo  deslumbrante  por  la  luz  y  el  polvo  del  mar.  Pensaba  en  el  fresco
               manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos de oír de nuevo el murmullo del agua,
               deseos de huir del sol, del esfuerzo y de los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la
               sombra y su reposo. Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había
               vuelto.
                  Estaba  solo.  Reposaba  sobre  la  espalda,  con  las  manos  bajo  la  nuca,  la  frente  en  la
               sombra de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un poco
               sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin pensarlo.




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