Page 23 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
María declaró que se quedaría para ayudar a la señora de Masson a lavar la vajilla. La
pequeña parisiense dijo que para eso era necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.
El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no
había nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el
mar, se oían ruidos de platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el calor de piedra que
subía desde el suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que yo
no conocía. Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos
en cierta época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez en
cuando una pequeña ola más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos de lona. Yo no
pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.
De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en
el extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en
nuestra dirección. Miré a Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos caminando. Masson
preguntó cómo habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían de habernos visto
tomar el autobús con el bolso de playa, pero no dije nada.
Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no
habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson, tomas
al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti.» Dije:
«Sí», y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena recalentada me parecía roja
ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los árabes. La distancia entre nosotros
disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a algunos pasos unos de otros, los árabes se
detuvieron. Masson y yo habíamos disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el
individuo. No pude oír bien lo que le dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo.
Raimundo golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue
hacia aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El otro se
desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos segundos así mientras las
burbujas rompían en la superficie en tomo de su cabeza. Raimundo había golpeado también
al mismo tiempo y el otro tenía el rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y
dijo: «Vas a ver lo que va a cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero
Raimundo tenía ya el brazo abierto y la boca tajeada.
Masson dio un salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había
colocado detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos. Retrocedimos
lentamente sin dejar de mirarnos y de tenernos a raya con el cuchillo. Cuando vieron que
tenían bastante campo huyeron rápidamente mientras nosotros quedamos clavados bajo el
sol y Raimundo se apretaba el brazo, que goteaba sangre.
Masson dijo inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta.
Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la herida le formaba
burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la cabañuela lo más pronto posible. Allí
Raimundo dijo que las heridas eran superficiales y que podía ir hasta la casa del médico. Se
marchó con Masson y me quedé para explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La
señora de Masson lloraba y María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles
explicaciones. Acabé por callarme y fumé mirando el mar.
Hacia la una y media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un
esparadrapo en el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada, pero
Raimundo tenía aspecto muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no hablaba más.
Cuando dijo que bajaba a la playa le pregunté a dónde iba. Me respondió que quería tomar
aire. Masson y yo dijimos que íbamos a acompañarle. Entonces montó en cólera y nos
insultó. Masson declaró que no había que contrariarle. Pero, de todos modos, le seguí.
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