Page 22 - El Extranjero
P. 22

Albert Camus                                               El extranjero


                  El amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la
               playa. La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la sostenían por el
               frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era un individuo grande, de
               cintura y espaldas macizas, con una mujercita regordeta y graciosa, de acento parisiense.
               Nos  dijo  en  seguida  que  nos  pusiésemos  cómodos  y  que  había  peces  fritos,  que  había
               pescado esa misma mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí
               los sábados, los domingos y todos los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi mujer»,
               agregó.  Precisamente,  su  mujer  se  reía  con  María.  Por  primera  vez,  quizá,  pensé
               verdaderamente en que iba a casarme.
                  Masson  quería  bañarse,  pero  su  mujer  y  Raimundo  no  querían  ir.  Bajamos  los  tres  y
               María  se  arrojó  inmediatamente  al  agua.  Masson  y  yo  esperamos  un  poco.  Hablaba
               lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un «y diré
               más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al sentido de la frase. A propósito de
               María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más, encantadora.» No presté más atención a ese
               tic  porque  estaba  ocupado  en  gozar  del  bienestar  que  me  producía  el  sol.  La  arena
               comenzaba a calentar bajo los pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí
               por decir a Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió
               cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme con María.
               El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos sentimos unidos en
               nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.
                  Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba los
               últimos  velos  de  agua  que  me  corrían  hacia la boca. Vimos que Masson regresaba a la
               playa para tenderse al sol. De lejos parecía enorme. María quiso que nadáramos juntos. Me
               puse detrás para tomarla por la cintura. Ella avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando
               los pies. El leve ruido del agua removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí
               fatigado. Entonces dejé a María y volví nadando regularmente y respirando con fuerza. En
               la playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la arena. Le dije: « ¡qué
               agradable! », y él pensaba lo mismo. Poco después vino María. Me volví para verla llegar.
               Estaba completamente viscosa con el agua salada, y sujetaba los cabellos hacia atrás. Se
               tendió lado a lado conmigo y los dos calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un
               poco.
                  María  me  sacudió  y  me  dijo  que  Masson  había  regresado  a  la  casa.  Teníamos  que
               almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había
               besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. «Ven al agua»,
               me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se
               pegó contra mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.
                  Cuando  volvimos,  Masson  ya  nos  estaba  llamando.  Dije  que  tenía  mucha  hambre  y
               Masson afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte de
               pescado.  Después  había  carne  y  papas  fritas.  Todos  comimos  sin  hablar.  Masson  bebía
               mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza un poco pesada,
               y luego fumé mucho. Masson, Raimundo y yo habíamos proyectado pasar juntos el mes de
               agosto en la playa, con gastos comunes. María nos dijo de golpe: «¿Saben qué hora es? Son
               las once y media.» Quedamos todos asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido
               muy temprano y que era lógico, porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene
               hambre. No sé por qué aquello hizo reír a María. Creo que había bebido un poco de más.
               Masson  me  preguntó  entonces  si  quería  pasear  con  él  por  la  playa.  «Mi  mujer  siempre
               duerme  la  siesta  después  de  almorzar.  A  mí  no  me  gusta  hacerlo.  Tengo  que  caminar.
               Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de todo, tiene derecho a hacerlo.»




                                                                             Página 21 de 48
   17   18   19   20   21   22   23   24   25   26   27