Page 21 - El Extranjero
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Albert Camus                                               El extranjero



                                                   VI



                  El domingo me costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me
               sacudiera.  No  habíamos  comido  porque  queríamos  bañarnos  temprano.  Me  sentía
               completamente vacío y me dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto amargo. María
               se burló de mí porque decía que tenía «cara de entierro». Se había puesto un traje de tela
               blanca y se había soltado los cabellos. Le dije que estaba hermosa y rió de placer.
                  Al bajar golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle, por
               el cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la claridad del día, lleno
               de sol, me golpeó como una bofetada. María saltaba de alegría y no se cansaba de decir que
               era un día magnífico. Me sentí mejor y me di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a
               María, quien me señaló el bolso de hule donde había puesto las dos mallas de baño y una
               toalla.  Teníamos  que  esperar  y  oímos  cómo  Raimundo  cerraba  la  puerta.  Llevaba
               pantalones azules y camisa blanca de manga corta. Pero se había puesto sombrero de paja,
               lo que hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy blancos debajo del vello oscuro. Yo
               estaba  un  poco  repugnado.  Silbaba  al  bajar  y  parecía  muy  contento.  Me  dijo:  «Salud,
               viejo», y llamó «señorita» a María.
                  La víspera habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha había
               «engañado» a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No comprobaron mi
               afirmación.  Delante  de  la  puerta  hablamos  con  Raimundo;  luego  resolvimos  tomar  el
               autobús. La playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más rápidamente. Raimundo creía
               que su amigo se alegraría al vernos llegar temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de
               golpe, me hizo una señal para que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el
               escaparate de la tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que
               si  fuéramos  piedras  o  árboles  secos.  Raimundo  me  dijo  que  el  segundo  a  partir  de  la
               izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que la historia ya
               estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó de qué se trataba. Le dije
               que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso entonces que partiéramos en seguida.
               Raimundo se irguió, rió y dijo que era necesario apresurarse.
                  Nos dirigimos a la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me
               anunció  que  los  árabes  no  nos  seguían.  Me  volví. Estaban siempre en el mismo sitio  y
               miraban con la misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar. Tomamos el autobús.
               Raimundo, que parecía completamente aliviado, no cesaba de hacerle bromas a María. Me
               di cuenta de que le gustaba, pero ella casi no le respondía. De vez en cuando me miraba
               riéndose.
                  Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero
               tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa.
               Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en
               el azul, ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el
               bolso  de  hule.  Caminamos  entre  filas  de  pequeñas  casitas  de  cercos  verdes  o  blancos,
               algunas hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las
               piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más
               lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero ruido de motor se elevó hasta
               nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un pequeño barco pescador que avanzaba
               imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María recogió algunos lirios de roca. Desde
               la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.



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