Page 19 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
Luego caminamos y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban
hermosas y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía. Luego no
hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que podíamos cenar
juntos en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho, pero tenía que hacer.
Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No quieres saber qué tengo que
hacer?» Quería de veras saberlo, pero no había pensado en ello, y era lo que parecía
reprocharme. Se echó a reír ante mi aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para
ofrecerme la boca. Cené en el restaurante de Celeste. Había comenzado a comer cuando
entró una extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente
que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos brillantes en una pequeña cara de manzana. Se
quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista. Llamó a Celeste y pidió
inmediatamente todos los platos con voz a la vez precisa y precipitada. Mientras esperaba
los entremeses, abrió el bolso, sacó un cuadradito de papel y un lápiz, calculó de antemano
la cuenta, luego extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con la propina, y la puso
delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses, que devoró a toda velocidad.
Mientras esperaba el plato siguiente sacó además del bolso un lápiz azul y una revista que
publicaba los programas radiofónicos de la semana. Con mucho cuidado señaló una por
una casi todas las audiciones. Como la revista tenía una docena de páginas continuó
minuciosamente este trabajo durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía
señalando con la misma aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con los
mismos movimientos precisos de autómata y se marchó. Como no tenía nada que hacer,
salí también y la seguí un momento. Se había colocado en el cordón de la acera y con
rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin desviarse ni volverse. Acabé por
perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció una mujer extraña, pero la olvidé
bastante pronto.
Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y me enteró de que
el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los empleados le habían
dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había preguntado si no era posible que en las
comisarías lo supiesen. Se le había respondido que no se llevaba cuenta de tales cosas
porque ocurrían todos los días. Le dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero
me hizo notar con razón que estaba acostumbrado a éste.
Yo estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante de la
mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas. Tenía puesto el viejo
sombrero. Mascullaba frases incompletas bajo el bigote amarillento. Me fastidiaba un
poco, pero no tenía nada que hacer y no sentía sueño. Por decir algo le interrogué sobre el
perro. Me dijo que lo tenía desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En
su juventud tuvo intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las
zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y no lo lamentaba
porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su mujer, pero, en conjunto,
se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había sentido muy solo. Entonces había
pedido un perro a un camarada del taller y había recibido aquél, apenas recién nacido.
Había tenido que alimentarlo con mamadera. Pero como un perro vive menos que un
hombre habían concluido por ser viejos al mismo tiempo.
«Tenía mal carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico.
Pero a pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se mostró
satisfecho. «Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo era lo
mejor que tenía.» Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella
enfermedad de la piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera
enfermedad era la vejez, y la vejez no se cura.
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