Page 16 - El Extranjero
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Albert Camus El extranjero
rufián!» «Señor agente", preguntó entonces Raimundo, «¿permite la ley que se llame rufián
a un hombre?» Pero el agente le ordenó «cerrar el pico.» Raimundo se volvió entonces
hacia la muchacha y le dijo: «Espera, chiquita, ya nos volveremos a encontrar.» El agente le
dijo que se callara, que la muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación
aguardando que la comisaría lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse
avergonzado de estar borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le
explicó: «No estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo contra
mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yo concluimos de preparar el
almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una se fue y dormí un poco.
A eso de las tres llamaron a mi puerta y entró Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en
el borde de la cama. Quedó un momento sin hablar y le pregunté cómo había ocurrido el
asunto. Me contó que había hecho lo que quería, pero que ella le había dado un bofetón y
entonces él le había pegado. En cuanto al resto, yo lo había visto. Le dije que me parecía
que ahora estaba castigada y que debía de sentirse contento. Era también su Opinión, y
observó que el agente había actuado bien, pero que no cambiaría en nada los golpes que
ella había recibido. Agregó que conocía bien a los agentes y que sabía cómo había que
manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había esperado que respondiera al bofetón
del agente. Contesté que no había esperado nada y que por otra parte no me gustaban los
agentes. Raimundo pareció muy contento. Me preguntó si quería salir con él. Me levanté y
comencé a peinarme. Me dijo entonces que era necesario que le sirviera como testigo. A mí
me era indiferente, pero no sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba declarar que la
muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.
Salimos, y Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una partida de billar
y perdí por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le dije que no porque no tenía ganas.
Regresamos lentamente mientras me decía cuánto celebraba haber logrado castigar a su
amante. Estuvo muy amable conmigo y pensé que era un momento agradable.
Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto agitado.
Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía
sobre sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y
volvía a escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué
le sucedía, no respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino!
¡Carroña!», y continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me
respondió que se había marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo llevé al
Campo de Maniobras como de costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de
saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y cuando quise seguir no estaba
más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle un collar menos grande. Pero jamás
hubiera creído que esa carroña pudiera marcharse así.»
Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le
citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar a su amo.
A pesar de todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted?
Si por lo menos alguien lo recogiera. Pero no es posible, da asco a todo el mundo con las
costras. Los agentes lo agarrarán es seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que
se lo devolverían mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían
elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa carroña! ¡Ah,
que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo rió y entró en la casa. Le seguí y nos
separamos en el rellano del piso. Un momento después oí los pasos del viejo que golpeó en
mi puerta. Cuando abrí quedó un momento en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme,
discúlpeme! ...» Le invité a entrar, pero no quiso. Miraba la punta de los zapatos y le
temblaban las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de
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