Page 15 - El Extranjero
P. 15

Albert Camus                                               El extranjero



                                                   IV



                  Trabajé mucho toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado la carta. Fui
               dos veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede en la pantalla. Siempre
               hay que darle explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como habíamos convenido. La
               deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se
               adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un
               autobús  y  fuimos  a  algunos  kilómetros  de  Argel  a  una  playa  encerrada  entre  rocas  y
               rodeada de cañaverales del lado de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba demasiado,
               pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas. María me enseñó un
               juego.  Al  nadar  había  que  beber  en  la  cresta  de  las  olas,  conservar  en  la  boca  toda  la
               espuma,  y  ponerse  en  seguida  de  espaldas  para  proyectarla  hacia  el  cielo.  Se  formaba
               entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la
               cara. Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me acercó
               entonces  y  se  estrechó  contra  mí  en  el  agua.  Puso  su  boca  contra  la  mía.  Su  lengua
               refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.
                  Cuando nos vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La
               besé. A partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos apresuramos
               a buscar un autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la cama. Había dejado la ventana
               abierta  y  era  agradable  sentir  derramarse  la  noche  de  verano  sobre  nuestros  cuerpos
               morenos.
                  Esa mañana María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne. Al
               subir oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el viejo Salamano
               regañó al perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños de madera de la escalera y
               luego: «¡Cochino! ¡Carroña!» Salieron a la calle. Conté a María la historia del viejo y se
               rió.  Tenía  puesto  uno  de  mis  pijamas  cuyas  mangas  había  recogido.  Cuando  rió,  tuve
               nuevamente deseos de ella. Un momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que
               no  tenía  importancia,  pero  que  me  parecía  que  no.  Pareció  triste.  Mas  al  preparar  el
               almuerzo, y sin motivo alguno, se echó otra vez a reír de tal manera que la besé. En ese
               momento el ruido de una disputa estalló en la habitación de Raimundo.
                  Se oyó al principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has
               engañado, me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos sordos y la
               mujer aulló, pero de tan terrible manera que inmediatamente el pasillo se llenó de gente.
               También  María  y  yo  salimos.  La  mujer  gritaba  sin  cesar  y Raimundo pegaba sin cesar.
               María me dijo que era terrible y no respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero
               le dije que no me gustaban los agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo,
               que es plomero. Golpeó en la puerta y no se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y, al
               cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y Raimundo abrió. Tenía un cigarrillo en la
               boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la puerta y declaró al agente que
               Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el agente. Raimundo respondió. «Quítate el
               cigarrillo de la boca cuando me hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó, me miró y se
               quedó  con  el  cigarrillo.  Entonces  el  agente  le  cruzó  la  cara  al  vuelo  con  una  bofetada
               espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más lejos. Raimundo se
               demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con voz humilde si podía recoger la
               colilla. El agente respondió que sí y agregó: «Pero la próxima vez sabrás que un agente no
               es  un  monigote.»  Mientras  tanto,  la  muchacha  lloraba  y  repetía:  «¡Me  golpeó!  ¡Es  un



                                                                             Página 14 de 48
   10   11   12   13   14   15   16   17   18   19   20