Page 93 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                           XII



              Deslumbrada   por  tantas  y  tan  maravillosas  invenciones,  la  gente  de  Macondo  no  sabía  por
           dónde  empezar   a  asombrarse,  Se  trasnochaban  contemplando    las  pálidas  bombillas  eléctricas
           alimentadas  por  la  planta que  llevó  Aureliano  Triste  en  el  segundo  viaje  del  tren,  y a cuyo
           obsesionante  tumtum costó    tiempo  y trabajo  acostumbrarse.  Se  indignaron  con las  imágenes
           vivas  que  el próspero  comerciante  don  Bruno  Crespi proyectaba  en  el teatro  con  taquillas  de
           bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se
           derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente.
           El  público  que  pagaba dos  centavos  para  compartir  las  vicisitudes  de  los  personajes,  no  piado
           soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi,
           explicó  mediante  un bando    que  el  cine  era una máquina de      ilusión  que  no  merecía los
           desbordamientos   pasionales  del  público.  Ante  la  desalentadora explicación,  muchos  estimaron
           que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por
           no  volver  al  cine,  considerando  que  ya tenían bastante  con sus  propias  penas  para  llorar  por
           fingidas desventuras de    seres imaginarios. Algo    semejante ocurrió con    los gramófonos de
           cilindros que llevaron las alegres matronas de Francia en sustitución de los anticuados organillos,
           y que tan hondamente afectaron por un tiempo los intereses de la banda de músicos. Al principio,
           la curiosidad multiplicó la clientela de la calle prohibida, y hasta se supo de señoras respetables
           que se disfrazaron de villanos para observar de cerca la novedad del gramófono, pero tanto y de
           tan cerca lo  observaron,  que  muy pronto  llegaron a la  conclusión  de  que  no  era un molino  de
           sortilegio, como  todos pensaban   y como   las matronas decían, sino   un  truco mecánico que no
           podía compararse   con algo  tan conmovedor    tan humano   y tan lleno  de  verdad cotidiana como
           una banda de      músicos.  Fue   una desilusión   tan grave,   que   cuando   los  gramófonos   se
           popularizaron hasta el punto de que hubo uno en cada casa, todavía no se les tuvo como objetos
           para entretenimiento de adultos sino como una cosa buena para que la destriparan los niños En
           cambio cuando alguien del pueblo tuvo oportunidad de comprobar la cruda realidad del teléfono
           instalado  en  la  estación  del ferrocarril,  que  a  causa  de  la  manivela  se  consideraba  como  una
           versión  rudimentaria  del  gramófono, hasta los mas incrédulos se desconcertaron.     Era como   si
           Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes
           de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación,
           hasta el  extremo  de  que  ya nadie  podía saber  a ciencia cierta dónde  estaban los  límites  de  la
           realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó de impaciencia al
           espectro  de  José  Arcadio  Buendía bajo  el  castaño  y lo  obligó  a caminar  por  toda la  casa  aun a
           pleno día. Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad
           los miércoles a las once, y se construyó la    primitiva estación  de  madera con  un  escritorio, el
           teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de Macondo hombres y
           mujeres  que  fingían actitudes  comunes   y corrientes,  pero  que  en  realidad parecían gente  de
           circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento de los gitanos no había un buen porvenir para
           aquellos equilibristas del comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora
           que un régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que se dejaban
           convencer  por  cansancio  y los  incautos  de  siempre,  obtenían estupendos  beneficios.  Entre  esas
           criaturas de farándula, con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con
           armaduras   de  acero,  ojos  de  topacio  y pellejo  de  gallo  fino,  uno  de  tantos  miércoles  llegó  a
           Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente míster Herbert.
              Nadie  lo  distinguió  en  la  mesa  mientras  no  se  comió  el  primer  racimo  de  bananos.  Aureliano
           Segundo   lo  había encontrado  por  casualidad,  protestando  en  español  trabajoso  porque  no  había
           un cuarto libre en el Hotel de Jacob, y como lo hacía con frecuencia con muchos forasteros se lo
           llevó  a la  casa.  Tenía un negocio  de  globos  cautivos,  que  había llevado  por  medio  mundo  con
           excelentes ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo porque consideraban
           ese  invento  como  un retroceso,  después  de  haber  visto  y probado  las  esteras  voladoras  de  los
           gitanos.  Se  iba,  pues,  en  el  próximo  tren.  Cuando  llevaron a la  mesa  el  atigrado  racimo  de




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