Page 98 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           sultaría  tan provocador,  que  muy pronto   habría  un hombre   lo  bastante  intrigado  como  para
           buscar con  paciencia el  punto débil  de  su  corazón.  Pero cuando  vio la  forma insensata en  que
           despreció  a un pretendiente    que  por  muchos  motivos   era más   apetecible  que  un príncipe,
           renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a
           Remedios,   la  bella,  vestida de  reina en  el  carnaval  sangriento,  pensó  que  era una criatura
           extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no
           fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una
           vida tan larga.  A pesar  de  que  el  coronel  Aureliano  Buendía seguía  creyendo  y repitiendo  que
           Remedios,   la  bella,  era en  realidad el  ser  más  lúcido  que  había conocido  jamás,  y que  lo
           demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron
           a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces
           a  cuestas,  madurándose   en  sus  sueños  sin  pesadillas,  en  sus  baños  interminables,  en  sus
           comidas sin  horarios, en  sus hondos y prolongados silencios sin   recuerdos, hasta una   tarde de
           marzo  en  que  Fernanda quiso  doblar  en  el  jardín  sus  sábanas  de  bramante,  y pidió  ayuda a las
           mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella,
           estaba transparentada por una palidez intensa.
              -¿Te sientes mal? -le preguntó.
              Remedios,  la  bella,  que  tenía agarrada la  sábana por  el  otro  extremo,  hizo  una sonrisa de
           lástima.
              -Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
              Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas
           de  las manos y las desplegó  en  toda  su  amplitud. Amaranta sintió  un  temblor misterioso en  los
           encajes de  sus pollerinas y trató de  agarrarse de  la  sábana  para no  caer, en  el  instante  en  que
           Remedios,  la  bella,  empezaba a elevarse.  Úrsula,  ya casi  ciega,  fue  la  única  que  tuvo  serenidad
           para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz,
           viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las
           sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y
           pasaban con ella  a través  del  aire  donde  terminaban las  cuatro  de  la  tarde,  y se  perdieron con
           ella  para siempre en  los altos aires donde no  podían  alcanzarla  ni  los más altos pájaros de  la
           memoria.
              Los  forasteros,  por  supuesto,  pensaron  que  Remedios,  la  bella,  había sucumbido  por  fin a su
           irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la
           levitación.  Fernanda,  mordida por  la  envidia,  terminó  por  aceptar  el  prodigio,  y durante  mucho
           tiempo  siguió  rogando  a Dios  que  le  devolviera  las  sábanas.  La  mayoría creyó  en  el  milagro,  y
           hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios. Tal vez no se hubiera vuelto a hablar de otra
           cosa en   mucho tiempo, si    el  bárbaro exterminio  de  los Aurelianos no  hubiera sustituido  el
           asombro   por  el  espanto.  Aunque  nunca lo  identificó  como  un presagio,  el  coronel  Aureliano
           Buendía había previsto en cierto modo el trágico final de sus hijos. Cuando Aureliano Serrador y
           Aureliano  Arcaya,  los  dos  que  llegaron  en  el tumulto,  manifestaron  la  voluntad  de  quedarse  en
           Macondo,   su  padre  trató  de  disuadirlos.  No  entendía  qué  iban a hacer  en  un pueblo  que  de  la
           noche  a la  mañana se    había convertido   en  un lugar  de  peligro.  Pero  Aureliano  Centeno  y
           Aureliano Triste, apoyados por Aureliano Segundo, les dieron trabajo en sus empresas. El coronel
           Aureliano Buendía tenía motivos todavía muy confusos para no patrocinar aquella determinación.
           Desde que vio al    señor Brown   en  el  primer automóvil  que llegó  a  Macondo -un   convertible
           anaranjado  con  una  corneta que espantaba a los perros con    sus ladridos-,  el  viejo guerrero se
           indignó con los serviles aspavientos de la gente, y se dio cuenta de que algo había cambiado en
           la  índole  de  los  hombres  desde  los  tiempos  en  que  abandonaban mujeres  e  hijos  y se  echaban
           una escopeta al hombro para irse a la guerra. Las autoridades locales, después del armisticio de
           Neerlandia, eran   alcaldes sin  iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y
           cansados   conservadores  de  Macondo.   «Este  es  un régimen de    pobres  diablos  comentaba el
           coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo-.
           Hicimos  tantas  guerras,  y todo  para  que  no  nos  pintaran la  casa  de  azul.»  Cuando  llegó  la
           compañía   bananera, sin   embargo, los funcionarios locales fueron     sustituidos por forasteros
           autoritarios,  que  el señor  Brown  se  llevó  a  vivir  en  el gallinero  electrificado,  para  que  gozaran,
           según explicó,  de  la  dignidad que  correspondía a su  investidura,  y no  padecieran el  calor  y los
           mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos policías fueron
           reemplazados por sicarios de    machetes. Encerrado en     el  taller, el  coronel  Aureliano Buendía



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