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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
En la segunda visita que hicieron a Macondo los hijos del coronel Aureliano Buendía, otro de
ellos, Aureliano Centeno, se quedó trabajando con Aureliano Triste. Era uno de los primeros que
habían llegado a la casa para el bautismo, y Úrsula y Amaranta lo recordaban muy bien porque
había destrozado en pocas horas cuanto objeto quebradizo pasó por sus manos. El tiempo había
moderado su primitivo impulso de crecimiento, y era un hombre de estatura mediana marcado
con cicatrices de viruela, pero su asombroso poder de destrucción manual continuaba intacto.
Tantos platos rompió, inclusive sin tocarlos, que Fernanda optó por comprarle un servicio de
peltre antes de que liquidara las últimas piezas de su costosa vajilla, y aun los resistentes platos
metálicos estaban al poco tiempo desconchados y torcidos. Pero a cambio de aquel poder irreme-
diable, exasperante inclusive para él mismo, tenía una cordialidad que suscitaba la confianza
inmediata, y una estupenda capacidad de trabajo. En poco tiempo incrementó de tal modo la
producción de hielo, que rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la
posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando
concibió el paso decisivo no sólo para la modernización de su industria, sino para vincular la
población con el resto del mundo.
-Hay que traer el ferrocarril -dijo.
Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo. Ante el dibujo que trazó Aureliano
Triste en la mesa, y que era un descendiente directo de los esquemas con que José Arcadio
Buendía ilustró el proyecto de la guerra solar, Úrsula confirmó su impresión de que el tiempo
estaba dando vueltas en redondo. Pero al contrario de su abuelo, Aureliano Triste no perdía el
sueño ni el apetito, ni atormentaba a nadie con crisis de mal humor, sino que concebía los
proyectos más desatinados como posibilidades inmediatas, elaboraba cálculos racionales sobre
costos y plazos y los llevaba a término sin intermedios de exasperación. Aureliano Segundo, que
si algo tenía del bisabuelo y algo le faltaba del coronel Aureliano Buendía era una absoluta
impermeabilidad para el escarmiento, soltó el dinero para llevar el ferrocarril con la misma
frivolidad con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano Triste
consultó el calendario y se fue el miércoles siguiente para estar de vuelta cuando pasaran las
lluvias. No se tuvieron más noticias. Aureliano Centeno, desbordado por las abundancias de la
fábrica, había empezado ya a experimentar la elaboración de hielo con base de jugos de frutas en
lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la invención
de los helados, pensando en esa forma diversificar la producción de una empresa que suponía
suya, porque el hermano no daba señales de regreso después de que pasaron las lluvias y
transcurrió todo un verano sin noticias. A principios del otro invierno, sin embargo, una mujer
que lavaba ropa en el río a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un
alarmante estado de conmoción.
-Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una
descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que
tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo
artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y
sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos
genios jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y
resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la
mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez
llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y
evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de
llevar a Macondo.
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