Page 92 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              En  la  segunda visita  que hicieron  a Macondo los hijos del  coronel  Aureliano  Buendía, otro de
           ellos, Aureliano Centeno, se quedó trabajando con Aureliano Triste. Era uno de los primeros que
           habían llegado a la casa para el bautismo, y Úrsula y Amaranta lo recordaban muy bien porque
           había destrozado en pocas horas cuanto objeto quebradizo pasó por sus manos. El tiempo había
           moderado   su  primitivo  impulso  de  crecimiento,  y era un hombre  de  estatura  mediana marcado
           con cicatrices  de  viruela,  pero  su  asombroso  poder  de  destrucción  manual  continuaba intacto.
           Tantos  platos  rompió,  inclusive  sin tocarlos,  que  Fernanda optó  por  comprarle  un servicio  de
           peltre antes de que liquidara las últimas piezas de su costosa vajilla, y aun los resistentes platos
           metálicos estaban al poco tiempo desconchados y torcidos. Pero a cambio de aquel poder irreme-
           diable,  exasperante  inclusive  para  él mismo,  tenía  una  cordialidad  que  suscitaba  la  confianza
           inmediata,  y una estupenda capacidad de     trabajo.  En  poco  tiempo  incrementó  de  tal  modo  la
           producción  de  hielo,  que  rebasó  el  mercado  local,  y Aureliano  Triste  tuvo  que  pensar  en  la
           posibilidad  de  extender  el negocio  a  otras  poblaciones  de  la  ciénaga.  Fue  entonces  cuando
           concibió  el  paso decisivo no  sólo  para la  modernización  de  su  industria, sino  para vincular la
           población con el resto del mundo.
              -Hay que traer el ferrocarril -dijo.
              Fue  la  primera vez que  se  oyó  esa palabra en  Macondo.  Ante  el  dibujo  que  trazó  Aureliano
           Triste  en  la  mesa,  y que  era un descendiente  directo  de  los  esquemas  con que  José  Arcadio
           Buendía ilustró  el  proyecto  de  la  guerra  solar,  Úrsula  confirmó  su  impresión de  que  el  tiempo
           estaba dando   vueltas  en  redondo.  Pero  al  contrario  de  su  abuelo,  Aureliano  Triste  no  perdía  el
           sueño  ni  el  apetito,  ni  atormentaba a nadie  con crisis  de  mal  humor,  sino  que  concebía  los
           proyectos  más  desatinados  como   posibilidades  inmediatas,  elaboraba  cálculos  racionales  sobre
           costos y plazos y los llevaba a término sin intermedios de exasperación. Aureliano Segundo, que
           si  algo  tenía del  bisabuelo  y algo  le  faltaba del  coronel  Aureliano  Buendía era una absoluta
           impermeabilidad   para  el escarmiento,  soltó  el dinero  para  llevar  el ferrocarril con  la  misma
           frivolidad con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano Triste
           consultó  el  calendario  y se fue el  miércoles siguiente para estar de  vuelta  cuando  pasaran  las
           lluvias.  No  se  tuvieron  más  noticias.  Aureliano  Centeno,  desbordado  por  las  abundancias  de  la
           fábrica, había empezado ya a experimentar la elaboración de hielo con base de jugos de frutas en
           lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la invención
           de  los  helados,  pensando  en  esa forma diversificar  la  producción  de  una empresa que  suponía
           suya,  porque  el  hermano  no  daba señales   de  regreso  después  de  que  pasaron las  lluvias  y
           transcurrió  todo  un verano  sin noticias.  A principios  del  otro  invierno,  sin embargo,  una mujer
           que lavaba ropa en el río a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un
           alarmante estado de conmoción.
              -Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
              En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una
           descomunal respiración   acezante.  Las  semanas  precedentes  se  había  visto  a  las  cuadrillas  que
           tendieron durmientes   y  rieles,  y  nadie  les  prestó  atención  porque  pensaron  que  era un nuevo
           artificio  de  los  gitanos  que  volvían con su  centenario  y desprestigiado  dale  que  dale  de  pitos  y
           sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos
           genios jerosolimitanos. Pero cuando     se restablecieron   del  desconcierto de  los silbatazos y
           resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la
           mano   desde  la  locomotora,  y vieron  hechizados  el  tren  adornado  de  flores  que  por  primera vez
           llegaba  con  ocho  meses   de  retraso.  El inocente  tren  amarillo  que  tantas  incertidumbres  y
           evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de
           llevar a Macondo.


















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