Page 91 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           hierba y las  flores  silvestres,  en  cuyas  grietas  anidaban los  lagartos  y toda clase  de  sabandijas,
           parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio
           siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder. Empujó con el
           hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un
           callado  cataclismo  de  polvo  y tierra  de  nidos  de  comején.  Aureliano  Triste  permaneció  en  el
           umbral, esperando que se desvaneciera      la  niebla, y entonces vio en  el  centro de  la  sala  a  la
           escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en
           el  cráneo pelado, y con  unos ojos grandes, aún  hermosos, en   los cuales se habían  apagado las
           últimas  estrellas  de  la  esperanza,  y el  pellejo  del  rostro  agrietado  por  la  aridez  de  la  soledad.
           Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo
           estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.
              -Perdone -murmuro.
              Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de cachivaches, examinando palmo a
           palmo  al  gigante  de  espaldas  cuadradas  con un tatuaje  de  ceniza en  la  frente,  y a través  de  la
           neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a
           la espalda y no sartal de conejos en la mano.
              -¡Por el  amor de  Dios -exclamó   en  voz  baja-,  no  es justo que ahora  me  vengan  con  este
           recuerdo!
              -Quiero alquilar la casa -dijo Aureliano Triste.
              La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz de ceniza, y montó el
           gatillo con una determinación inapelable.
              -Váyase -ordenó.
              Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a la familia, y Úrsula lloró
           de  consternación.  «Dios santo -exclamó   apretándose la  cabeza  con  las manos-. ¡Todavía   está
           viva!»  El  tiempo, las guerras, los incontables desastres cotidianos la  habían  hecho olvidarse de
           Rebeca.  La  única  que  no  había perdido  un solo  instante  la  conciencia  de  que  estaba viva,
           pudriéndose  en  su sopa de  larvas, era la  implacable  y envejecida Amaranta. Pensaba en   ella  al
           amanecer, cuando    el  hielo del  corazón  la  despertaba  en  la  cama  solitaria, y pensaba  en  ella
           cuando  se jabonaba   los senos marchitos y el  vientre macilento, y cuando   se ponía los blancos
           pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la
           terrible expiación. Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en
           los mas abyectos, Amaranta pensaba en       Rebeca, porque   la  soledad  le  había seleccionado los
           recuerdos,  y había incinerado  los  entorpece  dores  montones  de  basura  nostálgica  que  la  vida
           había acumulado en    su  corazón,  y había purificado, magnificado y eternizado  los otros, los más
           amargos. Por ella sabia Remedios la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por
           la casa decrépita le contaba un incidente ingrato una fábula de oprobio, tratando en esa forma de
           que  su  extenuante  rencor  fuera compartido  por  la  sobrina,  y por  consiguiente  prolongado  más
           allá de la muerte, pero no consiguió sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de
           sentimientos apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en       cambio, que había sufrido un
           proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de impurezas, pues la
           imagen  de  la  criatura  de  lástima que  llevaron a la  casa  con el  talego  de  huesos  de  sus  padres
           prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano
           Segundo   resolvió  que  había que  llevarla a la  casa  y protegerla  pero  su  buen  propósito  fue
           frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos anos de
           sufrimiento  y miseria para   conquistar  los  privilegios  de  la  soledad y no  estaba dispuesta a
           renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
              En  febrero,  cuando  volvieron  los  dieciséis  hijos  del coronel Aureliano  Buendía,  todavía
           marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de Rebeca en el fragor de la parranda,
           y en  medio  día restauraron la  apariencia  de  la  casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron  la
           fachada de colores alegres, apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no
           obtuvieron autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se asomó a
           la puerta. Dejó que terminaran la atolondrada restauración, y luego hizo un cálculo de los costos
           y les mandó con Argénida, la vieja sirvienta que seguía acompañándola, un puñado de monedas
           retiradas  de  la  circulación desde  la  última guerra,  y que  Rebeca  seguía  creyendo  útiles.  Fue
           entonces cuando   se supo  hasta qué punto inconcebible    había llegado  su  desvinculación  con  el
           mundo, y se comprendió     que sería imposible rescatarla de  su  empecinado   encierro mientras le
           quedara un aliento de vida.



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