Page 88 - Cien Años de Soledad
P. 88
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
de usar un eufemismo para designar cada cosa, que siempre hablaba delante de ella en
jerigonza.
-Esfetafa -decía- esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa
mifierfedafa.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no
usó eufemismos para contestarle.
-Digo -dijo- que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las obligaban las circunstancias, se
mandaban recados, o se decían las cosas indirectamente. A pesar de la visible hostilidad la
familia, Fernanda no renunció a la voluntad de imponer los hábitos de sus mayores. Terminó con
la costumbre de comer en la cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la obligación de
hacerlo a horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada con manteles de lino, y con los
candelabros y el servicio de plata. La solemnidad de un acto que Úrsula había considerado
siempre como el más sencillo de la vida cotidiana creó un ambiente de estiramiento contra el cual
se reveló primero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso, así
como la de rezar el rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de los vecinos, que muy
pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban a la mesa como los otros mortales,
sino que habían convertido el acto de comer en una misa mayor. Hasta las supersticiones de
Úrsula, surgidas más bien de la inspiración momentánea que de la tradición, entraron en conflicto
con las que Fernanda heredó de sus padres, y que estaban perfectamente definidas y catalogadas
para cada ocasión. Mientras Úrsula disfrutó del dominio pleno de sus facultades, subsistieron
algunos de los antiguos hábitos y la vida de la familia conservó una cierta influencia de sus
corazonadas, pero cuando perdió la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de
rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó terminó por cerrarse
completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia. El negocio de repostería
y animalitos de caramelo, que Santa Sofía de la Piedad mantenía por voluntad de Úrsula, era
considerado por Fernanda como una actividad indigna, y no tardó en liquidarlo. Las puertas de la
casa, abiertas de par en par desde el amanecer hasta la hora de acostarse, fueron cerradas
durante la siesta, con el pretexto de que el sol recalentaba los dormitorios, y finalmente se ce-
rraron para siempre. El ramo de sábila y el pan que estaban colgados en el dintel desde los
tiempos de la fundación fueron reemplazados por un nicho del Corazón de Jesús. El coronel
Aureliano Buendía alcanzó a darse cuenta de aquellos cambios y previó sus consecuencias. «Nos
estamos volviendo gente fina -protestaba-. A este paso, terminaremos peleando otra vez contra
el régimen conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar.» Fernanda, con muy buen
tacto, se cuidó de no tropezar con él. Le molestaba íntimamente su espíritu independiente, su
resistencia a toda forma de rigidez social. La exasperaban sus tazones de café a las cinco, el
desorden de su taller, su manta deshilachada y su costumbre de sentarse en la puerta de la calle
al atardecer. Pero tuvo que permitir esa pieza suelta del mecanismo familiar, porque tenía la
certidumbre de que el viejo coronel era un animal apaciguado por los años y la desilusión, que en
un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los cimientos de la casa. Cuando su esposo
decidió ponerle al primer hijo el nombre del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque sólo
tenía un año de haber llegado. Pero cuando nació la primera hija expresó sin reservas su deter-
minación de que se llamara Renata, como su madre. Úrsula había resuelto que se llamara
Remedios. Al cabo de una tensa controversia, en la que Aureliano Segundo actuó como mediador
divertido, la bautizaron con el nombre de Renata Remedios, pero Fernanda la siguió llamando
Renata a secas, mientras la familia de su marido y todo el pueblo siguieron llamándola Meme,
diminutivo de Remedios.
Al principio, Fernanda no hablaba de su familia, pero con el tiempo empezó a idealizar a su
padre. Hablaba de él en la mesa como un ser excepcional que había renunciado a toda forma de
vanidad, y se estaba convirtiendo en santo. Aureliano Segundo, asombrado de la intempestiva
magnificación del suegro, no resistía a la tentación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su
esposa. El resto de la familia siguió el ejemplo. La propia Úrsula, que era en extremo celosa de la
armonía familiar y que sufría en secreto con las fricciones domésticas, se permitió decir alguna
vez que el pequeño tataranieto tenía asegurado su porvenir pontifical, porque era «nieto de santo
e hijo de reina y de cuatrero». A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se
acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les transcribía versos
piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía
88