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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
pilotes, en cuyos pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos melancólicos en su farragoso
papiamento. Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de la visita
de míster Herbert los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su
propio pueblo.
-Miren la vaina que nos hemos buscado solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no
mas por invitar un gringo a comer guineo.
Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento con la avalancha de forasteros. La casa
se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue
preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una
de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para
almorzar. Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de
la más perversa condición, que embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el jardín,
extendían sus petates en cualquier parte para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en
susceptibilidades de damas ni remilgos de caballeros. Amaranta se escandalizó de tal modo con la
invasión de la plebe, que volvió a comer en la cocina como en los viejos tiempos. El coronel
Aureliano Buendía, persuadido de que la mayoría de quienes entraban a saludarlo en el taller no
lo hacían por simpatía o estimación, sino por la curiosidad de conocer una reliquia histórica, un
fósil de museo, optó por encerrarse con tranca y no se le volvió a ver sino en muy escasas
ocasiones sentado en la puerta de la calle. Úrsula, en cambio, aun en los tiempos en que ya
arrastraba los pies y caminaba tanteando en las paredes, experimentaba un alborozo pueril
cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cua-
tro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía
de la Piedad. «Hay que hacer de todo -insistía- porque nunca se sabe qué quieren comer los
forasteros.» El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto
de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones,
irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras
tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de
legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada.
Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y
en más de una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal
confundido le pedía la cuenta. Había pasado más de un año desde la visita de míster Herbert, y lo
único que se sabía era que Tos gringos pensaban sembrar banano en la región encantada que
José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en la frente, llegaron
arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su determinación con una frase que tal vez
explicaba las razones de todos.
-Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene. Remedios, la bella, fue la única que
permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez
más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un
mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con
corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se
metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de
estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La
molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para
que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la
cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras
más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima
de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su
belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del
coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban
en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien
los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo
tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la
cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el
pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de
alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella
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