Page 95 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           pilotes, en cuyos pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos melancólicos en su farragoso
           papiamento. Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de la visita
           de  míster  Herbert los  antiguos  habitantes  de  Macondo  se  levantaban temprano   a conocer  su
           propio pueblo.
              -Miren la vaina que nos hemos buscado  solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no
           mas por invitar un gringo a comer guineo.
              Aureliano  Segundo, en  cambio, no  cabía de  contento  con  la  avalancha de  forasteros. La casa
           se  llenó  de  pronto  de  huéspedes  desconocidos,  de  invencibles  parranderos  mundiales,  y fue
           preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una
           de  dieciséis  puestos,  con  nuevas  vajillas  y  servicios,  y  aun  así hubo  que  establecer  turnos  para
           almorzar. Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de
           la  más perversa condición,  que embarraban   con  sus botas el  corredor, se orinaban  en  el  jardín,
           extendían sus   petates  en  cualquier  parte  para  hacer  la  siesta,  y hablaban sin fijarse  en
           susceptibilidades de damas ni remilgos de caballeros. Amaranta se escandalizó de tal modo con la
           invasión  de  la  plebe, que volvió  a comer en  la  cocina  como  en  los viejos tiempos. El  coronel
           Aureliano Buendía, persuadido de que la mayoría de quienes entraban a saludarlo en el taller no
           lo  hacían  por simpatía  o estimación, sino  por la  curiosidad  de  conocer una  reliquia histórica, un
           fósil  de  museo, optó  por encerrarse con  tranca y no  se le  volvió  a ver sino  en  muy escasas
           ocasiones  sentado  en  la  puerta  de  la  calle.  Úrsula,  en  cambio,  aun  en  los  tiempos  en  que  ya
           arrastraba los  pies  y caminaba tanteando    en  las  paredes,  experimentaba un alborozo   pueril
           cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cua-
           tro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía
           de  la  Piedad.  «Hay  que  hacer  de  todo  -insistía- porque  nunca se  sabe  qué  quieren comer  los
           forasteros.» El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto
           de  mercado, y los sudorosos comensales, que ni     siquiera sabían  quiénes eran  sus anfitriones,
           irrumpían  en  tropel  para ocupar los mejores puestos en       la  mesa, mientras las cocineras
           tropezaban  entre sí  con  las enormes ollas de   sopa, los calderos de  carnes, las bangañas de
           legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada.
           Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y
           en  más  de  una ocasión quiso  desahogarse  en  improperios  de  verdulera porque  algún comensal
           confundido le pedía la cuenta. Había pasado más de un año desde la visita de míster Herbert, y lo
           único  que  se  sabía era que  Tos  gringos  pensaban sembrar  banano  en  la  región  encantada que
           José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
           Otros dos hijos del   coronel  Aureliano  Buendía, con  su  cruz  de  ceniza  en  la  frente, llegaron
           arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su determinación con una frase que tal vez
           explicaba las razones de todos.
              -Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene. Remedios, la bella, fue la única que
           permaneció   inmune  a la  peste  del  banano.  Se  estancó  en  una adolescencia  magnífica,  cada vez
           más  impermeable    a  los  formalismos,  más  indiferente  a  la  malicia  y  la  suspicacia,  feliz  en  un
           mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con
           corpiños  y  pollerines,  de  modo  que  se  cosió  un  balandrán  de  cañamazo  que  sencillamente  se
           metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de
           estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La
           molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para
           que se hiciera moños con    peinetas y trenzas con   lazos colorados, que simplemente se rapó    la
           cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras
           más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima
           de  los  convencionalismos  en  obediencia  a la  espontaneidad,  más   perturbadora  resultaba su
           belleza  increíble y más provocador su   comportamiento    con  los hombres. Cuando   los hijos del
           coronel  Aureliano  Buendía  estuvieron  por primera  vez  en  Macondo, Úrsula  recordó que llevaban
           en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien
           los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo
           tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la
           cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
           insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el
           pueblo,  y los  cuatro  que  se  habían quedado  vivían por  disposición de  Úrsula  en  cuartos  de
           alquiler.  Sin embargo,  Remedios,  la  bella,  se  habría  muerto  de  risa  si  hubiera  conocido  aquella



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