Page 96 - Cien Años de Soledad
P. 96
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino
de hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor,
contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros.
Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía
entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal
provocación el descaro con que se descubría 105 muslos para quitarse el calor, y el gusto con que
se chupaba Tos dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia
supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la bella,
soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias
horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en
el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía
el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en
cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido
desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía
distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que
los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven
comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras
se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del
insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a
los hombres sin la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.
Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la
vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda
disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de
acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la
madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que
algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba
a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el baño,
matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua
de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones
ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una
merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de
toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.
Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin
aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las
tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente
contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba
sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre
para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era
un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas
por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con
una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la
tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se
casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que
perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final,
cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no
se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el
hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del
baño.
96