Page 97 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas podridas se despedazaron
           en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió
           el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el
           comedor, y se apresuraron     a  llevarse el  cadáver, percibieron  en  su  piel  el  sofocante olor de
           Remedios,   la  bella.  Estaba tan compenetrado   con El  cuerpo,  que  las  grietas  del  cráneo  no
           manaban sangre     sino  un aceite  ambarino  impregnado   de  aquel  perfume  secreto,  y  entonces
           comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la
           muerte, hasta el  polvo de  sus huesos. Sin  embargo, no   relacionaron  aquel  accidente de  horror
           con los otros dos hombres que habían muerto por Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima
           para  que  los  forasteros,  y muchos  de  los  antiguos  habitantes  de  Macondo,  dieran crédito  a la
           leyenda de   que  Remedios   Buendía no   exhalaba un aliento   de  amor,  sino  un flujo  mortal  La
           ocasión de comprobarlo se presentó meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con
           un grupo   de  amigas  a conocer   las  nuevas  plantaciones.  Para  la  gente  de  Macondo  era una
           distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde
           el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir
           la  voz.  A veces  no  se  entendía  muy bien  lo  dicho  a medio  metro  de  distancia,  y,  sin embargo,
           resultaba perfectamente   comprensible  al  otro  extremo  de  la  plantación.  Para  las  muchachas  de
           Macondo aquel   juego novedoso era motivo de     risas y sobresaltos, de  sustos y burlas, y por las
           noches  se  hablaba del  paseo  como  de  una experiencia de  sueño.  Era tal  el  prestigio  de  aquel
           silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió
           ir  una  tarde, siempre que se pusiera  un  sombrero y un  traje adecuado. Desde que el   grupo de
           amigas entró   a la  plantación, el  aire  se  impregnó  de  una fragancia mortal. Los hombres que
           trabajaban en   las zanjas se  sintieron poseídos  por  una rara fascinación, amenazados    por  un
           peligro invisible, y muchos sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y, sus
           espantadas amigas, lograron    refugiarse  en  una casa próxima cuando    estaban a punto    de  ser
           asaltadas por un   tropel  de  machos feroces. Poco después fueron      rescatadas por los cuatro
           Aurelianos, cuyas cruces de   ceniza  infundían  un  respeto sagrado, como  si  fueran  una  marca de
           casta,  un  sello  de  invulnerabilidad.  Remedios,  la  bella,  no  le  contó  a  nadie  que  uno  de  los
           hombres,  aprovechando   el  tumulto,  le  alcanzó  a agredir  El  vientre  con una mano  que  más  bien
           parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrentó al agresor en
           una especie   de  deslumbramiento    instantáneo,  y vio  los  ojos  desconsolados  que   quedaron
           impresos en su corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia
           y presumió de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo
           le destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la calle,
           ahogándose en vómitos de sangre.
              La  suposición  de  que  Remedios,   la  bella,  poseía  poderes  de  muerte,  estaba entonces
           sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se compla-
           cían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer,
           la  verdad fue  que  ninguno  hizo  esfuerzos  por  conseguirlo.  Tal  vez,  no  sólo  para  rendirla  sino
           también para   conjurar  sus  peligros,  habría  bastado  con un sentimiento  tan primitivo  y  simple
           como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió o ocuparse de
           ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró
           que se interesara por los asuntos elementales de la casa. «Los hombres piden más de lo que tú
           crees -le decía enigmáticamente. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir
           por  pequeñeces,  además   de  lo  que  crees.»  En  el  fondo  se  engañaba a si  misma tratando  de
           adiestraría para  la  felicidad doméstica,  porque  estaba convencida de  que  una vez satisfecha la
           pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia
           que  estaba más   allá  de  toda comprensión.  El  nacimiento  del  último  José  Arcadio,  y su  inque-
           brantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones
           por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y
           que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para
           cargar  con ella.  Ya  desde  mucho    antes,  Amaranta había renunciado     a toda tentativa de
           convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas
           se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple
           de  que  era  boba.  «Vamos  a  tener  que  rifarte»,  le  decía,  perpleja  ante  su  impermeabilidad  a  la
           palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera
           a  misa  con  la  cara  cubierta  con  una  mantilla,  Amaranta  pensó  que  aquel recurso  misterioso  re-



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