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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con
ellos se construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural, cuyos ojos
de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas ropas de paño artísticamente
bordadas eran mejores que las usadas jamás por ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el
esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los
Buendía. «Ya nos han mandado todo el cementerio familiar -comentó Aureliano Segundo en cierta
ocasión-. Sólo faltan los sauces y las losas sepulcrales.» Aunque en los cajones no llegó nunca
nada que sirviera a los niños para jugar, éstos pasaban el año esperando a diciembre, porque al
fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa.
En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario,
llegó con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy bien
clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la
muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía. Mientras ella leía la carta en el
dormitorio, los niños se apresuraron a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano
Segundo, rasparon los sellos de brea, desclavaron la tapa, sacaron el aserrín protector, y
encontraron dentro un largo cofre de plomo cerrado con pernos de cobre. Aureliano Segundo
quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y
hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro
y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego
lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.
Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano
Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia.
Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial, que el coronel se pronunció
violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -
decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho taller de
orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes, los
abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon como cuervos en torno al coronel.
Cuando éste los vio aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo
soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un
prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era
morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue
la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para
imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir, palabra por
palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un
tiro no para cobrarle las arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por faltarle el
respeto a un viejo que no le hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la
amenaza, que el presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la
condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por pre-
siones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de
armas. Cuando éste vio aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en él,
entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus Victorias e infortunios desde la juventud,
no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando
conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
-Demasiado tarde me convenzo -le dijo- que te habría hecho un gran favor si te hubiera
dejado fusilar.
De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia.
Fue una casualidad que coincidiera con la semana de carnaval, pero nadie logró quitarle al
coronel Aureliano Buendía la empecinada idea de que también aquella coincidencia había sido
prevista por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las
músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los
discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le
humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió
de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el
último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando
Úrsula llamó a la puerta del taller.
-No me molesten -dijo él-. Estoy ocupado.
-Abre -insistió Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.
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