Page 89 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con
           ellos se construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural, cuyos ojos
           de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas ropas de paño artísticamente
           bordadas eran mejores que las usadas jamás por ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el
           esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los
           Buendía. «Ya nos han mandado todo el cementerio familiar -comentó Aureliano Segundo en cierta
           ocasión-.  Sólo  faltan los  sauces  y  las  losas  sepulcrales.» Aunque  en  los  cajones  no  llegó  nunca
           nada que sirviera a los niños para jugar, éstos pasaban el año esperando a diciembre, porque al
           fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa.
           En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario,
           llegó  con más  anticipación  que  en  los  años  anteriores  el  enorme  cajón del  abuelo,  muy bien
           clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la
           muy  distinguida  señora  doña  Fernanda  del Carpio  de  Buendía.  Mientras  ella  leía  la  carta  en  el
           dormitorio, los niños se apresuraron a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano
           Segundo, rasparon    los sellos de  brea, desclavaron   la  tapa, sacaron  el  aserrín  protector, y
           encontraron dentro   un largo  cofre  de  plomo  cerrado  con pernos  de  cobre.  Aureliano  Segundo
           quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y
           hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro
           y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego
           lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.
              Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano
           Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia.
           Fue  una determinación tan inconsecuente     con la  política oficial,  que  el  coronel  se  pronunció
           violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -
           decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho taller de
           orfebrería  se  llenó  de  emisarios.  Volvieron,  mucho  más  viejos  y  mucho  más  solemnes,  los
           abogados   de  trajes  oscuros  que  en  otro  tiempo  revolotearon  como  cuervos  en  torno  al  coronel.
           Cuando   éste  los  vio  aparecer,  como  en  otro  tiempo  llegaban a empantanar  la  guerra,  no  pudo
           soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un
           prócer de  la  nación  como  ellos decían, sino  un  artesano  sin  recuerdos, cuyo único sueño era
           morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue
           la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para
           imponerle  la  Orden del  Mérito.  El  coronel  Aureliano  Buendía le  mandó  a decir,  palabra por
           palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un
           tiro  no  para  cobrarle  las  arbitrariedades  y anacronismos  de  su  régimen,  sino  por  faltarle  el
           respeto  a un viejo  que  no  le  hacía mal  a nadie.  Fue  tal  la  vehemencia  con que  pronunció  la
           amenaza,   que el  presidente  de  la  república  canceló el  viaje a  última  hora  y le  mandó la
           condecoración con un representante    personal.  El  coronel  Gerineldo  Márquez,  asediado  por  pre-
           siones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de
           armas. Cuando    éste  vio  aparecer  el  mecedor  cargado  por  cuatro  hombres y vio  sentado  en  él,
           entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus Victorias e infortunios desde la juventud,
           no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando
           conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
              -Demasiado   tarde  me  convenzo  -le  dijo- que  te  habría  hecho  un gran favor  si  te  hubiera
           dejado fusilar.
              De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia.
           Fue una   casualidad  que coincidiera con  la  semana   de  carnaval, pero nadie logró quitarle  al
           coronel Aureliano  Buendía  la  empecinada  idea  de  que  también  aquella  coincidencia  había  sido
           prevista  por  el gobierno  para  recalcar  la  crueldad  de  la  burla.  Desde  el taller  solitario  oyó  las
           músicas  marciales,  la  artillería  de  aparato,  las  campanas  del Te  Deum,  y  algunas  frases  de  los
           discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le
           humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió
           de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el
           último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando
           Úrsula llamó a la puerta del taller.
              -No me molesten -dijo él-. Estoy ocupado.
              -Abre -insistió Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.



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