Page 90 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de
           los más variados aspectos, de    todos los tipos y colores, pero todos con    un  aire solitario  que
           habría  bastado  para  identificarlos  en  cualquier  lugar  de  la  tierra.  Eran sus  hijos.  Sin ponerse  de
           acuerdo, sin  conocerse entre sí, habían   llegado  desde los más apartados rincones del     litoral
           cautivados  por  el ruido  del jubileo.  Todos  llevaban  con  orgullo  el nombre  de  Aureliano,  y  el
           apellido  de  su  madre.  Durante  los  tres  días  que  permanecieron  en  la  casa,  para  satisfacción  de
           Úrsula  y escándalo   de  Fernanda,  ocasionaron trastornos    de  guerra.  Amaranta buscó    entre
           antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de
           nacimiento  y bautismo   de  todos,  y agregó  frente  al  espacio  correspondiente  a cada uno  el
           domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra.
           Habrían  podido  reconstruirse  con  ella  los  itinerarios  nocturnos  del coronel,  desde  la  madrugada
           en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que
           regresó  por  última vez envuelto  en  la  manta acartonada de  sangre.  Aureliano  Segundo  no  des-
           perdició  la  ocasión de  festejar  a los  primos  con una estruendosa parranda de    champaña y
           acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado por el
           jubileo.  Hicieron  añicos  media  vajilla,  destrozaron  los  rosales  persiguiendo  un  toro  para
           mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro
           Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse
           a la  cucaña,  y soltaron  en  el  comedor  un cerdo  embadurnado  de  sebo  que  revolcó  a Fernanda,
           pero  nadie  lamentó  los  percances,  porque  la  casa  se  estremeció  con un terremoto  de  buena
           salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso en
           duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada
           uno un pescadito de oro. Hasta el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una tarde de gallos,
           que estuvo a punto de terminar en tragedia, porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en
           componendas    de  galleras  que  descubrieron al  primer  golpe  de  vista las  triquiñuelas  del  padre
           Antonio  Isabel Aureliano  Segundo,  que  vio  las  ilimitadas  perspectivas  de  parranda  que  ofrecía
           aquella  desaforada parentela,  decidió  que  todos  se  quedaran a trabajar  con él.  El  único  que
           acepto fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo,
           que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte
           Los otros, aunque    todavía estaban   solteros, consideraban   resuelto  su  destino. Todos eran
           artesanos hábiles, hombres de     su  casa gente de   paz.  El  miércoles de  ceniza, antes de  que
           volvieran  a dispersarse en  el  litoral, Amaranta consiguió que se pusieran  ropas dominicales y la
           acompañaran a la iglesia Mas divertidos que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio
           donde el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza De regreso a casa, cuando el
           menor quiso limpiarse la frente descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las
           de  sus  hermanos.  Probaron  con agua y   jabón con tierra  y  estropajo,  y  por  último  con piedra
           pómez y lejía y no con siguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los demás que fueron a
           misa se la  quitaron  sin  dificultad. «Así  van  mejor -los despidió  Úrsula-.  De ahora en  adelante
           nadie podrá confundirlos.» Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y reventando
           cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los Buendía tenía semillas para
           muchos siglos. Aureliano   Triste, con  su  cruz  de  ceniza  en  la  frente, instaló en  las afueras del
           pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor.
              Meses después de    su  llegada, cuando  ya era conocido  y apreciado, Aureliano  Triste  andaba
           buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija del coronel)
           y se  interesó  por  el  caserón decrépito  que  parecía abandonado  en  una esquina de   la  plaza.
           Preguntó quién  era  el  dueño. Alguien  le  dijo que era  una  casa  de  nadie, donde en  otro tiempo
           vivió  una viuda solitaria  que  se  alimentaba de  tierra  y cal  de  las  paredes,  y que  en  sus  últimos
           años sólo se le vio dos veces en la calle con un sombrero de minúsculas flores artificiales y unos
           zapatos color  de  plata antigua, cuando    atravesó  la plaza hasta la oficina de    correos  para
           mandarle  cartas al  obispo. Le  dijeron que  su única compañera fue  una sirvienta desalmada que
           mataba perros y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de
           la  calle  para  fregar  al  pueblo  con la  hedentina de  la  putrefacción.  Había pasado  tanto  tiempo
           desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal, que todo el mundo daba por sentado
           que la dueña de casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y
           que  si  todavía la  casa  estaba en  pie  era porque  no  habían tenido  en  años  recientes  un invierno
           riguroso  o  un viento  demoledor.  Los  goznes  desmigajados   por  el  óxido,  las  puertas  apenas
           sostenidas por cúmulos de   telaraña, las ventanas soldadas por la  humedad    y el  piso roto  por la



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