Page 87 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo
           de  semanas estériles, llegó  a una   ciudad  desconocida  donde todas las campanas tocaban       a
           muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había descrito, reconoció de inmediato los
           muros carcomidos por la   sal  de  los huesos, los decrépitos balcones de  maderas destripadas por
           los hongos, y clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo:
           Se venden palmas fúnebres. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó
           la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las monjas cosieran el
           ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plata y la bacinilla de oro, y los
           incontables  e  inservibles  destrozos  de  una  catástrofe  familiar  que  había  tardado  dos  siglos  en
           consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más tarde, cuando
           acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le echó la bendición a su hija
           volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de
           armas  de  la  familia  que  habían  de  ser  el primer  contacto  humano  que  Fernanda  y  su  padre
           tuvieran  en  toda  la  vida. Para  ella, esa  fue la  fecha  real  de  su  nacimiento. Para  Aureliano
           Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.
              Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que su director espiritual
           había marcado    con tinta morada las fechas de    abstinencia venérea. Descontando     la  Semana
           Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los
           impedimentos cíclicos, su anuario útil quedaba reducido a 42 días desperdigados en una maraña
           de  cruces  moradas.  Aureliano  Segundo,  convencido  de  que  el  tiempo  echaría por  tierra  aquella
           alambrada hostil,  prolongó  la  fiesta de  la  boda más  allá  del  término  previsto.  Agotada de  tanto
           mandar al basurero botellas vacías de brandy y champaña para que no congestionaran la casa, y
           al  mismo   tiempo  intrigada de   que  los  recién  casados  durmieran a horas     distintas  y en
           habitaciones separadas mientras continuaban     los cohetes y la  música y los sacrificios de  reses,
           Úrsula recordó su propia experiencia y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón de
           castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una tragedia. Pero
           Fernanda le  confesó  que  simplemente   estaba dejando  pasar  dos  semanas  antes  de  permitir  el
           primer  contacto  con su  esposo.  Transcurrido  el  término,  en  efecto,  abrió  la  puerta de  su  dor-
           mitorio  con  la  resignación  al sacrificio  con  que  lo  hubiera  hecho  una  víctima  expiatoria,  y
           Aureliano  Segundo   vio  a  la  mujer  más  bella  de  la  tierra,  con  sus  gloriosos  ojos  de  animal
           asustado  y los  largos  cabellos  color  de  cobre  extendidos  en  la  almohada.  Tan fascinado  estaba
           con la visión, que tardó un instante en darse cuenta de que Fernanda se había puesto un camisón
           blanco,  largo  hasta  los  tobillos  y  con  mangas  hasta  los  puños,  y  con  un  ojal grande  y  redondo
           primorosamente    ribeteado  a la  altura  del  vientre.  Aureliano  Segundo  no  pudo  reprimir  una
           explosión de risa.
              -Esto es lo más obsceno que he visto en mi vida -gritó, con una carcajada que resonó en toda
           la casa-. Me casé con una hermanita de la caridad.
              Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el camisón, se fue a hacer
           el  retrato  de  Petra Cotes  vestida de  reina.  Más  tarde,  cuando  logró  que  Fernanda regresara a
           casa,  ella  cedió  a  sus  apremios  en  la  fiebre  de  la  reconciliación,  pero  no  supo  proporcionarle  el
           reposo con  que él  soñaba  cuando  fue a buscarla a la  ciudad  de  los treinta y dos campanarios.
           Aureliano  Segundo  sólo  encontró  en  ella  un hondo  sentimiento  de  desolación.  Una noche,  poco
           antes  de  que  naciera el  primer  hijo,  Fernanda se  dio  cuenta de  que  su  marido  había vuelto  en
           secreto al lecho de Petra Cotes.
              -Así es -admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación-: tuve que hacerlo, para que
           siguieran pariendo los animales.
              Le  hizo  falta un poco  de  tiempo  para  convencerla de  tan peregrino  expediente,  pero  cuando
           por  fin lo  consiguió,  mediante  pruebas  que  parecieron  irrefutables,  la  única  promesa que  le
           impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así
           continuaron viviendo  los  tres,  sin estorbarse,  Aureliano  Segundo  puntual  y  cariñoso  con ambas,
           Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
              El pacto  no  logró,  sin  embargo,  que  Fernanda  se  incorporara  a  la  familia.  En  vano  insistió
           Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que
           provocaba  los  cuchicheos  de  los  vecinos.  No  logró  convencerla  de  que  utilizara  el baño,  o  el
           beque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la
           convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito





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