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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no
           tuvo  hasta la  pubertad otra  noticia del  que  los  melancólicos  ejercicios  de  piano  ejecutados  en
           alguna casa  vecina por  alguien que  durante  años  y años  se  permitió  el  albedrío  de  no  hacer  la
           siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales,
           escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en
           el mundo mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la
           calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de luna,
           Fernanda vio  una hermosa mujer    vestida de  blanco  que  atravesó  el  jardín  hacia el  oratorio. Lo
           que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente igual a ella, como si se
           hubiera visto a sí  misma con  veinte  años de  anticipación. «Es tu  bisabuela, la  reina -le dijo  su
           madre   en  las  treguas  de  la  tos-.  Se  murió  de  un mal  aire  que  le  dio  al  cortar  una vara  de
           nardos.» Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela, Fernanda puso en
           duda la visión de la infancia, pero la madre la reprochó su incredulidad.
              -Somos inmensamente ricos y poderosos -le dijo-. Un día serás reina.
              Ella  lo  creyó,  aunque  sólo  ocupaban  la  larga  mesa  con  manteles  de  lino  y  servicios  de  plata,
           para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de dulce. Hasta el día de la boda soñó con
           un reinado de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, tuvo que hipotecar la casa para
           comprarle el ajuar. No era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso
           de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de armas
           de la familia. Salió de la casa por primera vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo
           tuvo que recorrer dos cuadras          11  para llevarla al  convento. Sus compañeras de  clases se
           sorprendieron de que la tuvieran apartada, en una silla de espaldar muy alto, y de que ni siquiera
           se mezclara con ellas durante el recreo. «Ella es distinta -explicaban las monjas-. Va a ser reina.»
           Sus compañeras    lo  creyeron, porque  ya  entonces era  la  doncella  más hermosa,  distinguida  y
           discreta que habían visto jamás. Al cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en latín, a
           tocar el clavicordio, a conversar de cetrería con los caballeros y de apologética con los arzobispos,
           a dilucidar  asuntos  de  estado  con los  gobernantes  extranjeros  y asuntos  de  Dios  con el  Papa,
           volvió a casa de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró saqueada. Quedaban apenas los
           muebles indispensables, los candelabros y el     servicio  de  plata, porque  los útiles domésticos
           habían sido  vendidos,  uno  a uno,  para  sufragar  los  gastos  de  su  educación.  Su madre  había
           sucumbido a la   calentura de  las cinco. Su  padre, don  Fernando, vestido de  negro, con  el  cuello
           laminado  y una leontina de  oro  atravesada en  el  pecho,  le  daba los  lunes  una moneda de  plata
           para los gastos domésticos, y se llevaba    las coronas fúnebres terminadas la    semana   anterior.
           Pasaba la mayor parte del día encerrado en el despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a
           la  calle  regresaba antes de  las seis, para  acompañarla a rezar  el  rosario.  Nunca llevó  amistad
           íntima con nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dejó de oír los
           ejercicios  de  piano  a las  tres  de  la  tarde.  Empezaba inclusive  a perder  la  ilusión  de  ser  reina,
           cuando  sonaron  dos  aldabonazos  perentorios  en  el portón,  y  le  abrió  a  un  militar  apuesto,  de
           ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se
           encerró con  su  padre en  el  despacho. Dos horas después, su  padre fue a buscarla al  costurero.
           «Prepare sus cosas -le dijo-.    Tiene que hacer un    largo viaje.»  Fue así  como   la  llevaron  a
           Macondo.   En  un solo  día,  con un zarpazo  brutal,  la  vida le  echó  encima todo  el  peso  de  una
           realidad que durante años le habían escamoteado sus padres. De regreso a casa se encerró en el
           cuarto a llorar, indiferente a las súplicas y explicaciones de don Fernando, tratando de borrar la
           quemadura de    aquella  burla inaudita.  Se  había prometido  no  abandonar  el  dormitorio  hasta la
           muerte, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suerte inconcebible, porque
           en el aturdimiento de la indignación, en la furia de la vergüenza, ella le había mentido para que
           nunca conociera su    verdadera identidad.   Las  únicas  pistas  reales  de  que  disponía  Aureliano
           Segundo cuando salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páramo y su oficio de tejedora
           de  palmas  fúnebres.  La  buscó  sin piedad.  Con la  temeridad atroz con que  José  Arcadio  Buendía
           atravesó la  sierra para fundar a Macondo, con     el  orgullo  ciego con  que el  coronel  Aureliano
           Buendía promovió    sus guerras inútiles, con  la  tenacidad  insensata con  que Úrsula  aseguró la
           supervivencia de  la  estirpe,  así  buscó  Aureliano  Segundo  a Fernanda,  sin un solo  instante  de
           desaliento.  Cuando  preguntó  dónde  vendían palmas   fúnebres,  lo  llevaron de  casa  en  casa  para
           que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer más bella que se había dado
           sobre  la  tierra,  todas  las  madres  le  llevaron a sus  hijas.  Se  extravió  por  desfiladeros  de  niebla,
           por  tiempos  reservados  al olvido,  por  laberintos  de  desilusión.  Atravesó  un  páramo  amarillo



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