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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                            XI



              El  matrimonio  estuvo  a punto   de  acabarse  a los  dos  meses  porque   Aureliano  Segundo,
           tratando de desagraviar a Petra Cotes, le hizo tomar un retrato vestida de reina de Madagascar.
           Cuando Fernanda lo supo volvió a hacer sus baúles de recién casada y se marchó de Macondo sin
           despedirse. Aureliano Segundo la alcanzó en el camino de la ciénaga. Al cabo de muchas súplicas
           y propósitos de enmienda logró llevarla de regreso a la casa, y abandonó a la concubina.
              Petra Cotes,  consciente  de  su  fuerza,  no  dio  muestras  de  preocupación.  Ella  lo  había hecho
           hombre.  Siendo  todavía un niño  lo  sacó  del  cuarto  de  Melquíades,  con la  cabeza llena de  ideas
           fantásticas y sin ningún contacto con la realidad, y le dio un lugar en el mundo. La naturaleza lo
           había  hecho  reservado  y  esquivo,  con  tendencias  a  la  meditación  solitaria,  y  ella  le  había
           moldeado   el  carácter  opuesto,  vital,  expansivo,  desabrochado,  y le  había infundido  el  júbilo  de
           vivir  y el  placer  de  la  parranda y el  despilfarro,  hasta convertirlo,  por  dentro  y por  fuera,  en  el
           hombre con que había soñado para ella desde la adolescencia. Se había casado, pues, como tarde
           o  temprano  se  casan los  hijos.  Él  no  se  atrevió  a anticiparle  la  noticia.  Asumió  una actitud tan
           infantil frente a la situación que fingía falsos rencores y resentimientos imaginarios, buscando el
           modo de que fuera Petra Cotes quien provocara la ruptura. Un día en que Aureliano Segundo le
           hizo un reproche injusto, ella eludió la trampa y puso las cosas en su puesto.
              -Lo que pasa -dijo- es que te quieres casar con la reina.
              Aureliano  Segundo,  avergonzado,   fingió  un colapso  de  cólera,  se  declaró  incomprendido  y
           ultrajado, y no volvió a visitarla. Petra Cotes, sin perder un solo instante su magnífico dominio de
           fiera en reposo, oyó la música y los cohetes de la boda, el alocado bullicio de la parranda pública,
           como  si  todo  eso  no  fuera más  que  una nueva  travesura de  Aureliano  Segundo.  A quienes  se
           compadecieron de su suerte, los tranquilizó con una sonrisa. «No se preocupen -les dijo-. A mí las
           reinas me hacen los mandados,» A una vecina que le llevó velas compuestas para que alumbrara
           con ellas el retrato del amante perdido, le dijo con una seguridad enigmática:
              -La única vela que lo hará venir está siempre encendida.
              Tal como ella lo había previsto, Aureliano Segundo volvió a su casa tan pronto como pasó la
           luna de  miel.  Llevó  a sus  amigotes  de  siempre,  un fotógrafo  ambulante  y el  traje  y la  capa de
           armiño sucia de sangre que Fernanda había usado en el carnaval. Al calor de la parranda que se
           prendió  esa tarde,  hizo  vestir  de  reina a Petra Cotes,  la  coronó  soberana absoluta y vitalicia  de
           Madagascar, y repartió copias del retrato entre sus amigos. Ella no sólo se prestó al juego, sino
           que se compadeció íntimamente de él, pensando que debía estar muy asustado cuando concibió
           aquel extravagante recurso de reconciliación. A las siete de la noche, todavía vestida de reina, lo
           recibió en la cama. Tenía apenas dos meses de casado, pero ella se dio cuenta enseguida de que
           las cosas no andaban bien en el lecho nupcial, y experimentó el delicioso placer de la venganza
           consumada. Dos días después, sin embargo, cuando él no se atrevió a volver, sino que mandó un
           intermediario  para  que  arreglara  los  términos  de  la  separación,  ella  comprendió  que  iba  a
           necesitar más paciencia de     la  prevista, porque  él  parecía dispuesto a sacrificarse por las
           apariencias.  Tampoco   entonces  se  alteró.  Volvió  a  facilitar  las  cosas  con  una  sumisión  que
           confirmó la creencia generalizada de que era una pobre mujer, y el único recuerdo que conservó
           de Aureliano Segundo fue un par de botines de charol que, según él mismo había dicho, eran los
           que quería llevar puestos en el ataúd. Los guardó envueltos en trapos en el fondo de un baúl, y
           se preparó para apacentar una espera sin desesperación.
              -Tarde o temprano tiene que venir -se dijo-, aunque sólo sea a ponerse estos botines.
              No tuvo que esperar tanto como suponía. En realidad Aureliano Segundo comprendió desde la
           noche  de  bodas  que  volvería  a casa  de  Petra Cotes  mucho  antes  de  que  tuviera necesidad de
           ponerse  los  botines  de  charol: Fernanda era una mujer  perdida para  el  mundo.  Había nacido  y
           crecido  a  mil kilómetros  del mar,   en  una  ciudad  lúgubre  por  cuyas  callejuelas  de  piedra
           traqueteaban todavía,   en  noches   de  espantos,  las  carrozas  de  los  virreyes.  Treinta y dos
           campanarios tocaban   a muerto   a las seis  de  la  tarde. En  la  casa señorial  embaldosada de  losas
           sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas




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