Page 83 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           cuando  llegó  a sus  oídos.  Con su  terrible  sentido  práctico,  ella  no  podía entender  el  negocio  del
           coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro
           en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que
           más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no
           era el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta concentración para engarzar escamas, incrustar
           minúsculos rubíes en los ojos, laminar agallas y montar timones, que no le quedaba un solo vacío
           para  llenarlo  con  la  desilusión  de  la  guerra.  Tan  absorbente  era  la  atención  que  le  exigía  el
           preciosismo de su artesanía, que en poco tiempo envejeció más que en todos los años de guerra,
           y la posición le torció la espina dorsal y la milimetría le desgastó la vista, pero la concentración
           implacable  lo  premió  con la  paz del  espíritu.  La  última vez que  se  le  vio  atender  algún asunto
           relacionado con la guerra, fue cuando un grupo de veteranos de ambos partidos solicitó su apoyo
           para  la  aprobación  de  las  pensiones  vitalicias,  siempre  prometidas  y siempre  en  el  punto  de
           partida.  «Olvídense  de  eso  -les  dijo  él-.  Ya ven que  yo  rechacé  mi  pensión para  quitarme  la
           tortura de  estaría esperando   hasta la  muerte.»  Al  principio,  el  coronel  Gerineldo  Márquez lo
           visitaba al  atardecer,  y ambos  se  sentaban en  la  puerta de  la  calle  a evocar  el  pasado.  Pero
           Amaranta no pudo soportar los recuerdos que le suscitaba aquel hombre cansado cuya calvicie lo
           precipitaba al abismo de una ancianidad prematura, y lo atormentó con desaires injustos, hasta
           que  no  volvió  sino  en  ocasiones  especiales,  y  desapareció  finalmente  anulado  por  la  parálisis.
           Taciturno,  silencioso,  insensible  al nuevo  soplo  de  vitalidad  que  estremecía  la  casa,  el coronel
           Aureliano Buendía apenas si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que
           un pacto  honrado   con la  soledad.  Se  levantaba a las  cinco  después  de  un sueño  superficial,
           tomaba en la cocina su eterno tazón de café amargo, se encerraba todo el día en el taller, y a las
           cuatro de  la  tarde pasaba  por el  corredor arrastrando un   taburete, sin  fijarse siquiera  en  el
           incendio de los rosales, ni en el brillo de la hora, ni en la impavidez de Amaranta, cuya melancolía
           hacia un ruido de marmita perfectamente perceptible al atardecer, y se sentaba en la puerta de la
           calle  hasta que se lo  permitían  los mosquitos. Alguien   se atrevió alguna  vez  a perturbar su
           soledad.
              -¿Cómo está, coronel? -le dijo al pasar.
              -Aquí -contestó él-. Esperando que pase mi entierro. De modo que la inquietud causada por la
           reaparición  pública  de  su  apellido,  a  propósito  del reinado  de  Remedios,  la  bella,  carecía  de
           fundamento   real. Muchos, sin   embargo, no    lo  creyeron  así.  Inocente  de  la  tragedia  que lo
           amenazaba, el pueblo se desbordó en la plaza pública, en una bulliciosa explosión de alegría. El
           carnaval había alcanzado su más alto nivel de locura, Aureliano Segundo había satisfecho por fin
           su sueño de disfrazarse de tigre y andaba feliz entre la muchedumbre desaforada, ronco de tanto
           roncar, cuando  apareció  por  el  camino  de  la  ciénaga una comparsa multitudinaria  llevando  en
           andas  doradas  a la  mujer  más  fascinante  que  hubiera  podido  concebir  la  imaginación.  Por  un
           momento, los pacíficos habitantes de     Macondo se quitaron     las máscaras para ver mejor la
           deslumbrante criatura con corona de esmeraldas y capa de armiño, que parecía investida de una
           autoridad legítima,  y no  simplemente  de  una soberanía de  lentejuelas  y papel  crespón.  No  faltó
           quien tuviera la  suficiente  clarividencia para  sospechar  que  se  trataba de  una provocación.  Pero
           Aureliano Segundo se sobrepuso de inmediato a la perplejidad, declaró huéspedes de honor a los
           recién llegados, y sentó salomónicamente a Remedios, la bella, y a la reina intrusa en el mismo
           pedestal.  Hasta la  medianoche,  los  forasteros  disfrazados  de  beduinos  participaron  del  delirio  y
           hasta lo enriquecieron con una pirotecnia suntuosa y unas virtudes acrobáticas que hicieron pen-
           sar en las artes de los gitanos. De pronto, en el paroxismo de la fiesta, alguien rompió el delicado
           equilibrio.
              -¡Viva el partido liberal! -gritó-. ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
              Las descargas de fusilería ahogaron el esplendor de los fuegos artificiales, y los gritos de terror
           anularon  la  música, y el  júbilo  fue aniquilado  por el  pánico. Muchos años después seguiría
           afirmándose que la guardia real de la soberana intrusa era un escuadrón del ejército regular que
           debajo de sus ricas chilabas escondían fusiles de reglamento. El gobierno rechazó el cargo en un
           bando  extraordinario  y  prometió  una  investigación  terminante  del episodio  sangriento.  Pero  la
           verdad no se esclareció       1 nunca, y prevaleció para siempre la versión de que la guardia real,
           sin provocación de ninguna índole, tomó posiciones de combate a una seña de su comandante y
           disparó sin  piedad  contra la  muchedumbre. Cuando    se restableció la  calma, no  quedaba en  el
           pueblo uno solo de los falsos beduinos, y quedaron tendidos en la plaza, entre muertos y heridos,
           nueve payasos, cuatro colombinas, diecisiete reyes de baraja, un diablo, tres músicos, dos Pares



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