Page 82 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              El caballero instalaba desde entonces la banda de música junto a la ventana de Remedios, la
           bella,  y  a veces  hasta el  amanecer.  Aureliano  Segundo   fue  el  único  que  sintió  por  él  una
           compasión cordial, y trató de quebrantar su perseverancia. «No pierda más el tiempo -le dijo una
           noche-. Las mujeres de   esta  casa son  peores que las mulas.»  Le ofreció su  amistad,  lo  invitó  a
           bañarse en champaña, trató de hacerle entender que las hembras de su familia tenían entrañas
           de pedernal, pero no consiguió vulnerar su obstinación. Exasperado por las interminables noches
           de música, el coronel Aureliano Buendía lo amenazó con curarle la aflicción a pistoletazos. Nada
           lo hizo desistir, salvo su propio y lamentable estado de desmoralización. De apuesto e impecable
           se hizo vil y harapiento. Se rumoraba que había abandonado poder y fortuna en su lejana nación,
           aunque  en  verdad no  se  conoció  nunca su  origen.  Se  volvió  hombre  de  pleitos,  pendenciero  de
           cantina, y amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la tienda de Catarino. Lo más triste
           de  su  drama era que  Remedios,  la  bella,  no  se  fijó  en  él  ni  siquiera  cuando  se  presentaba a la
           iglesia vestido de príncipe. Recibió la rosa amarilla sin la menor malicia, más bien divertida por la
           extravagancia del gesto, y se levantó la mantilla para verle mejor la cara y no para mostrarle la
           suya.
              En  realidad,  Remedios,  la  bella,  no  era un ser  de  este  mundo.  Hasta muy avanzada la
           pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando pudo valerse
           por  sí  misma había que  vigilarla para  que  no  pintara animalitos  en  las  paredes  con una varita
           embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse
           de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a
           cualquier  clase  de  convencionalismos.  Cuando  el  joven comandante  de  la  guardia le  declaró  su
           amor,  lo  rechazó  sencillamente  porque  la  asombró  frivolidad.  «Fíjate  qué  simple  es  -le  dijo  a
           Amaranta-. Dice que se está muriendo por mi, como si yo fuera un cólico miserere.» Cuando en
           efecto  lo  encontraron  muerto  junto  a  su  ventana,  Remedios,  la  bella,  confirmó  su  impresión
           inicial.
              -Ya ven  -comentó-.   Era completamente simple. Parecía como      si  una  lucidez  penetrante  le
           permitiera  ver  la  realidad  de  las  cosas  más  allá  de  cualquier  formalismo.  Ese  era  al menos  el
           punto  de  vista del  coronel  Aureliano  Buendía,  para  quien Remedios,  la  bella,  no  era en  modo
           alguno retrasada mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es como si viniera de regreso de
           veinte  años  de  guerra»,  solía  decir.  Úrsula,  por  su  parte,  le  agradecía a Dios  que  hubiera
           premiado   a  la  familia  con  una  criatura  de  una  pureza  excepcional,  pero  al mismo  tiempo  la
           conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el
           centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación
           terrenal,  sin saber  que  Remedios,  la  bella,  ya desde  el  vientre  de  su  madre,  estaba a salvo  de
           cualquier contagio. Nunca le pasó por la cabeza la idea de que la eligieran reina de la belleza en
           el  pandemónium de     un carnaval.   Pero  Aureliano  Segundo,   embullado   con la  ventolera de
           disfrazarse de tigre, llevó al padre Antonio Isabel a la casa para que convenciera a Úrsula de que
           el carnaval no era una fiesta pagana, como ella decía, sino una tradición católica. Finalmente con-
           vencida, aunque a regañadientes, dio el consentimiento para la coronación.
              La noticia de que Remedios Buendía iba a ser la soberana del festival, rebasó en pocas horas
           los límites de la ciénaga, llegó hasta lejanos territorios donde se ignoraba el inmenso prestigio de
           su belleza, y suscitó la inquietud de quienes todavía consideraban su apellido como un símbolo de
           la subversión. Era una inquietud infundada. Si alguien resultaba inofensivo en aquel tiempo, era
           el  envejecido  y desencantado  coronel  Aureliano  Buendía,  que  poco  a poco  había ido  perdiendo
           todo contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su taller, su única relación con el resto
           del  mundo  era el  comercio  de  pescaditos  de  oro.  Uno  de  los  antiguos  soldados  que  vigilaron su
           casa en los primeros días de la paz, iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y regresaba
           cargado  de  monedas   y de  noticias.  Que  el  gobierno  conservador,  decía,  con el  apoyo  de  los
           liberales, estaba  reformando  el  calendario  para  que cada  presidente  estuviera  cien  años en  el
           poder. Que por fin se había firmado el concordato con la Santa Sede, y que había venido desde
           Roma un cardenal con una corona de diamantes y en un trono de oro macizo, y que los ministros
           liberales  se  habían  hecho  retratar  de  rodillas  en  el acto  de  besarle  el anillo.  Que  la  corista
           principal  de  una compañía   española,  de  paso  por  la  capital,  había sido  secuestrada en  su
           camerino  por  un grupo  de  enmascarados,   y el  domingo  siguiente  había bailado  desnuda en  la
           casa  de  verano  del  presidente  de  la  república.  «No  me  hables  de  política -le  decía el  coronel-.
           Nuestro  asunto  es  vender  pescaditos.» El  rumor  público  de  que  no  quería  saber  nada de  la
           situación del  país  porque  se  estaba enriqueciendo  con su  taller,  provocó  las  risas  de  Úrsula



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