Page 81 - Cien Años de Soledad
P. 81

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           cuyo  costillar  carbonizado  vio  él mismo  durante  la  guerra.  El relato,  que  a  tanta  gente  durante
           tanto  tiempo  le  pareció  fantástico,  fue  una revelación  para  José  Arcadio  Segundo.  Remató  sus
           gallos al  mejor postor, reclutó hombres y compró herramientas, y se empeñó      en  la  descomunal
           empresa de romper piedras, excavar canales, despejar escollos y hasta emparejar cataratas. «Ya
           esto  me  lo  sé  de  memoria -gritaba Úrsula-.  Es  como  si  el  tiempo  diera vueltas  en  redondo  y
           hubiéramos   vuelto  al  principio.» Cuando  estimó  que  el  río  era navegable,  José  Arcadio  Segundo
           hizo  a su  hermano  una exposición  pormenorizada de   sus  planes,  y éste  le  dio  el  dinero  que  le
           hacía falta para su empresa. Desapareció por mucho tiempo. Se había dicho que su proyecto de
           comprar un barco no era más que una triquiñuela para alzarse con el dinero del hermano, cuando
           se  divulgó  la  noticia de  que  una extraña nave  se  aproximaba al   pueblo.  Los  habitantes  de
           Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales de José Arcadio Buendía, se precipitaron
           a la ribera y vieron con ojos pasmados de incredulidad la llegada del primer y último barco que
           atracó  jamás  en  el  pueblo.  No  era más  que  una balsa de  troncos,  arrastrada mediante  gruesos
           cables por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de satisfacción
           en  la  mirada,  José  Arcadio  Segundo  dirigía la  dispendiosa maniobra.  Junto  con él  llegaba un
           grupo  de  matronas  espléndidas  que  se  protegían  del sol abrasante  con  vistosas  sombrillas  y
           tenían  en  los hombros preciosos pañolones de   seda, y ungüentos de   colores en  el  rostro, flores
           naturales en el cabello, y serpientes de oro en los brazos y diamantes en los dientes. La balsa de
           troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y sólo por
           una vez, pero nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una
           victoria  de  la  voluntad. Rindió  cuentas escrupulosas a su   hermano, y muy pronto      volvió  a
           hundirse en la rutina de los gallos. Lo único que quedó de aquella desventurada iniciativa fue el
           soplo de renovación que llevaron las matronas de Francia, cuyas artes magníficas cambiaron los
           métodos tradicionales del amor, y cuyo sentido del bienestar social arrasó con la anticuada tienda
           de  Catarino  y  transformó  la  calle  en  un  bazar  de  farolitos  japoneses  y  organillos  nostálgicos.
           Fueron ellas las promotoras del carnaval sangriento que durante tres días hundió a Macondo en el
           delirio,  y  cuya  única  consecuencia  perdurable  fue  haberle  dado   a Aureliano   Segundo   la
           oportunidad de conocer a Fernanda del Carpio.
              Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietante
           de la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la
           calle, como  no  fuera para ir  a misa con  Amaranta, pero la  obligaba a cubrirse la  cara con  una
           mantilla  negra.  Los  hombres  menos  piadosos,  los  que  se  disfrazaban  de  curas  para  decir  misas
           sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver aunque fuera
           un instante  el  rostro  de  Remedios,  la  bella,  de  cuya hermosura legendaria  se  hablaba con un
           fervor  sobrecogido  en  todo  el  ámbito  de  la  ciénaga.  Pasó  mucho  tiempo  antes  de  que  lo
           consiguieran,  y  más  les  hubiera  valido  que  la  ocasión no  llegara  nunca,  porque  la  mayoría de
           ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero,
           perdió  para  siempre  la  serenidad,  se  enredó  en  los  tremedales  de  la  abyección  y la  miseria,  y
           años  después  fue  despedazado  por  un tren  nocturno  cuando  se  quedó  dormido  sobre  los  rieles.
           Desde el  momento en    que se le  vio en  la  iglesia,  con  un  vestido de  pana  verde y un  chaleco
           bordado, nadie puso en duda que iba desde muy lejos, tal vez de una remota ciudad del exterior,
           atraído  por  la  fascinación  mágica  de  Remedios,  la  bella.  Era tan hermoso,  tan gallardo  y
           reposado,  de  una prestancia  tan bien  llevada,  que  Pietro  Crespi  junto  a él  habría  parecido  un
           sietemesino, y muchas     mujeres murmuraron      entre sonrisas  de  despecho   que era  él  quien
           verdaderamente merecía la mantilla. No alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del
           domingo,   como  un príncipe  de  cuento,  en  un caballo  con estribos  de  plata y gualdrapas  de
           terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa.
              Era tal  el  poder  de  su  presencia,  que  desde  la  primera vez que  se  le  vio  en  la  iglesia todo  el
           mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y
           tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor
           sino  también  la  muerte.  El sexto  domingo,  el caballero  apareció  con  una  rosa  amarilla  en  la
           mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso de Remedios, la
           bella,  y  le  ofreció  la  rosa  solitaria.  Ella  la  recibió  con  un  gesto  natural,  como  si hubiera  estado
           preparada para   aquel  homenaje,   y entonces  se  descubrió  el  rostro  por  un instante  y dio  las
           gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para todos los
           hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un instante eterno.





                                                             81
   76   77   78   79   80   81   82   83   84   85   86