Page 80 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           pueblo quería oír hablar de las rifas de conejos, sintió un estruendo en la pared del patio. «No te
           asustes  -dijo  Petra Cotes-.  Son los  conejos.» No  pudieron  dormir  más,  atormentados   por  el
           tráfago de los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio empedrado
           de conejos, azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la tentación
           de hacerle una broma.
              -Estos son los que nacieron anoche -dijo.
              -¡Qué horror!  -dijo él-.  ¿Por qué no  pruebas con   vacas? Pocos días después, tratando     de
           desahogar su patio, Petra Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses más tarde parió
           trillizos. Así empezaron las cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo dueño de
           tierras y ganados, y apenas si tenía tiempo de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas.
           Era una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba risa, y no podía menos que asumir ac-
           titudes  extravagantes  para  descargar  su  buen  humor.  «Apártense,  vacas,  que  la  vida es  corta»,
           gritaba. Úrsula se preguntaba en qué enredos se había metido, si no estaría robando, si no había
           terminado por volverse cuatrero, y cada vez que lo veía destapando champaña por el puro placer
           de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a gritos el desperdicio. Lo molestó tanto, que
           un día en  que  Aureliano  Segundo  amaneció   con el  humor  rebosado,  apareció  con un cajón de
           dinero,  una lata de  engrudo  y  una brocha,  y  cantando  a voz en  cuello  las  viejas  canciones  de
           Francisco el Hombre, empapeló la casa por dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a
           peso.  La  antigua mansión,  pintada de   blanco  desde  los  tiempos  en  que  llevaron la  pianola,
           adquirió el aspecto equivoco de una mezquita. En medio del alboroto de la familia, del escándalo
           de  Úrsula,  del júbilo  del pueblo  que  abarrotó  la  calle  para  presenciar  la  glorificación  del
           despilfarro, Aureliano Segundo terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina, inclusive
           los baños y dormitorios y arrojó los billetes sobrantes en el patio.
              -Ahora -dijo finalmente- espero que nadie en esta casa me vuelva a hablar de plata.
              Así fue. Úrsula hizo quitar los billetes adheridos a las grandes tortas de cal, y volvió a pintar la
           casa  de  blanco.  «Dios  mío  -suplicaba-.  Haznos  tan pobres  como  éramos  cuando  fundamos  este
           pueblo,  no  sea que  en  la  otra  vida nos  vayas  a cobrar  esta dilapidación.»  Sus  súplicas  fueron
           escuchadas  en  sentido  contrario.  En  efecto,  uno  de  los  trabajadores  que  desprendía  los  billetes
           tropezó por descuido con un enorme San José de yeso que alguien había dejado en la casa en los
           últimos años de la guerra, y la imagen hueca se despedazó contra el suelo. Estaba atiborrada de
           monedas   de  oro.  Nadie  recordaba quién había llevado    aquel  santo  de  tamaño  natural.  «Lo
           trajeron  tres  hombres  -explicó  Amaranta-.  Me  pidieron  que  lo  guardáramos  mientras  pasaba la
           lluvia, y yo les dije que lo pusieran ahí, en el rincón, donde nadie fuera a tropezar con él, y ahí lo
           pusieron  con mucho    cuidado,  y  ahí  ha estado   desde  entonces,  porque   nunca volvieron a
           buscarlo.» En  los  últimos  tiempos,  Ursula  le  había puesto  velas  y se  había postrado  ante  él,  sin
           sospechar que en lugar de un santo estaba adorando casi doscientos kilogramos de oro. La tardía
           comprobación   de  su  involuntario  paganismo agravó su    desconsuelo. Escupió el    espectacular
           montón de monedas, lo metió en tres sacos de lona, y lo enterró en un lugar secreto, en espera
           de que tarde o temprano los tres desconocidos fueran a reclamaría. Mucho después, en los años
           difíciles de su decrepitud, Úrsula solía intervenir en las conversaciones de los numerosos viajeros
           que entonces pasaban por la casa, y les preguntaba si durante la guerra no habían dejado allí un
           San José de yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia.
              Estas cosas, que tanto consternaban     a Úrsula, eran   corrientes en  aquel  tiempo. Macondo
           naufragaba en   una prosperidad de   milagro.  Las  casas  de  barro  y cañabrava de  los  fundadores
           habían  sido  reemplazadas  por  construcciones  de  ladrillo,  con  persianas  de  madera  y  pisos  de
           cemento, que hacían más llevadero el calor sofocante de las dos de la tarde. De la antigua aldea
           de José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces los almendros polvorientos destinados a resistir
           a las circunstancias más arduas y el    río de  aguas diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron
           pulverizadas  por  las  enloquecidas  almádenas  de  José  Arcadio  Segundo,  cuando  se  empeñó  en
           despejar el cauce para establecer un servicio de navegación. Fue un sueño delirante, comparable
           apenas a los de su bisabuelo, porque el lecho pedregoso y los numerosos tropiezos de la corriente
           impedían el  tránsito  desde  Macondo  hasta el  mar.  Pero  José  Arcadio  Segundo,  en  un imprevisto
           arranque  de  temeridad,  se  empecinó  en  el  proyecto.  Hasta entonces  no  había dado  ninguna
           muestra de imaginación. Salvo su precaria aventura con Petra Cotes, nunca se le había conocido
           mujer.  Úrsula  lo  tenía  como  el ejemplar  más  apagado  que  había  dado  la  familia  en  toda  su
           historia,  incapaz de  destacarse  ni  siquiera  como  alborotador  de  galleras,  cuando  el  coronel
           Aureliano  Buendía  le  contó  la  historia  del galeón  español encallado  a  doce  kilómetros  del mar,



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