Page 79 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           hubieran concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que
           nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo
           su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.
              -De acuerdo -dijo Úrsula-, pero con una condición: yo me encargo de criarlo.
              Aunque  ya era centenaria  y estaba a punto   de  quedarse  ciega por  las  cataratas,  conservaba
           intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella
           para formar al hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que
           nunca hubiera   oído  hablar  de  la  guerra,  los  gallos  de  pelea,  las  mujeres  de  mala  vida y  las
           empresas   delirantes,  cuatro  calamidades  que,  según pensaba Úrsula,   habían determinado    la
           decadencia de su estirpe.
              «Éste  será  cura  -prometió  solemnemente-.  Y si  Dios  me  da vida,  ha de  llegar  a ser  Papa.»
           Todos rieron al oírla, no sólo en el dormitorio, sino en toda la casa, donde estaban reunidos los
           bulliciosos amigotes de Aureliano Segundo. La guerra, relegada al desván de los malos recuerdos,
           fue momentáneamente evocada con los taponazos del champaña.
              -A la salud del Papa -brindó Aureliano Segundo.
              Los  invitados  brindaron a coro.  Luego  el  dueño  de  casa  tocó  el  acordeón,  se  reventaron
           cohetes  y se  ordenaron tambores    de  júbilo  para  el  pueblo.  En  la  madrugada,  los  invitados
           ensopados en   champaña    sacrificaron  seis  vacas y las pusieron  en  la  calle  a disposición  de  la
           muchedumbre. Nadie se escandalizó. Desde que Aureliano         Segundo se hizo   cargo de  la  casa,
           aquellas  festividades  eran cosa  corriente,  aunque  no  existiera un motivo  tan justo  como  el
           nacimiento de un Papa. En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte, había acumulado
           una  de  las más grandes fortunas de   la  ciénaga, gracias a la  proliferación  sobrenatural  de  sus
           animales.  Sus  yeguas   parían  trillizos,  las  gallinas  ponían  dos  veces  al día,  y  los  cerdos
           engordaban con tal desenfreno, que nadie podía explicarse tan desordenada fecundidad, como no
           fuera por  artes de  magia. «Economiza ahora -le    decía Úrsula  a su atolondrado  bisnieto-. Esta
           suerte  no  te  va a durar  toda la  vida.  » Pero  Aureliano  Segundo  no  le  ponía atención.  Mientras
           más destapaba champaña para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían sus animales, y
           más se convencía él de que su buena estrella no era cosa de su conducta sino influencia de Petra
           Cotes,  su  concubina,  cuyo  amor  tenía la  virtud de  exasperar  a la  naturaleza.  Tan persuadido
           estaba de que era ese el origen de su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cotes lejos de sus crías, y
           aun  cuando  se casó y tuvo hijos, siguió  viviendo  con  ella  con  el  consentimiento  de  Fernanda.
           Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos
           no  tuvieron,  Aureliano  Segundo  apenas  si  tenía tiempo  de  vigilar  sus  ganados.  Le  bastaba con
           llevar a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla  a caballo  por sus tierras, para que todo  animal
           marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable de la proliferación.
              Como todas las cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella fortuna desmandada
           tuvo origen en la casualidad. Hasta el final de las guerras, Petra Cotes seguía sosteniéndose con
           el producto de sus rifas, y Aureliano Segundo se las arreglaba para saquear de vez en cuando las
           alcancías de  Úrsula. Formaban   una  pareja  frívola, sin  más preocupaciones que la  de  acostarse
           todas las noches, aun   en  las fechas prohibidas, y retozar en  la  cama  hasta el  amanecer. «Esa
           mujer ha sido tu perdición -le gritaba Úrsula al bisnieto cuando lo veía entrar a la casa como un
           sonámbulo-. Te tiene tan embobado, que un día de estos te veré retorciéndote de cólicos, con un
           sapo metido en la barriga.» José Arcadio Segundo, que demoró mucho tiempo para descubrir la
           suplantación, no lograba entender la pasión de su hermano. Recordaba a Petra Cotes como una
           mujer convencional, más bien    perezosa en   la  cama, y completamente desprovista de     recursos
           para  el  amor. Sordo  al  clamor  de  Úrsula  y a las burlas de  su hermano,  Aureliano  Segundo  sólo
           pensaba entonces en encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y
           morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril. Cuando el coronel
           Aureliano  Buendía volvió  a abrir el  taller, seducido  al  fin  por los encantos pacíficos de  la  vejez,
           Aureliano Segundo pensó que sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de pescaditos de
           oro. Pasó muchas horas en      el  cuartito  caluroso viendo  cómo  las duras láminas de     metal,
           trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirtiendo poco a
           poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan persistente y apremiante el
           recuerdo  de  Petra Cotes,  que  al  cabo  de  tres  semanas  desapareció  del  taller.  Fue  en  esa época
           que le dio a Petra Cotes por rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez,
           que apenas daban tiempo para vender los números de la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no
           advirtió  las alarmantes proporciones de  la  proliferación.  Pero una  noche, cuando  ya  nadie en  el



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