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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
ayuda de un diccionario de pecados. Fue una lista tan larga, que el anciano párroco, acos-
tumbrado a acostarse a las seis, se quedó dormido en el sillón antes de terminar. El
interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le sorprendió que el padre le
preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y contestó honradamente que no, pero se
desconcertó con la pregunta de si las había hecho con animales. El primer viernes de mayo co-
mulgó torturado por la curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán
que vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio le constó: «Es
que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las burras.» José Arcadio Segundo siguió
demostrando tanta curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.
-Yo voy los martes en la noche -confesó-. Si prometes no decírselo a nadie, el otro martes te
llevo.
El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie
supo hasta entonces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El
muchacho se aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de
que se le viera en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos animales a
otra parte -le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea-. Ya
los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos
otras.» José Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar
Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuanto le hacía falta, a cambio de tenerlo en la
casa. Pronto demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso
de suficiente dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para procurarse satisfacciones de
hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su hermano y no podía entender cómo los dos
gemelos que parecieron una sola persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La
perplejidad no le duró mucho tiempo, porque muy pronto empezó Aureliano Segundo a dar
muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue
un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en su juventud. Pero poco
antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la
realidad del mundo. Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un
acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría
con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera
cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y terminó por llevarlo a su
cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que
él se ganara el acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la
mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran
el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las arregló para prolongarla. No volvió al
cuarto de Melquiades. Pasaba las tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón,
contra las protestas de Úrsula que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa
de los lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los
vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo llegó a ser un
virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y tuvo hijos y fue uno de los
hombres más respetados de Macondo.
Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los
planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo no visitaría esa noche la amante
común, se iba a dormir con ella. Una mañana descubrió que estaba enfermo. Dos días después
encontró a su hermano aferrado a una viga del baño empapado en sudor y llorando a lágrima
viva, y entonces comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle
lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo trataba de curarlo
Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a los ardientes lavados de
permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se curaron por separado después de tres meses de
sufrimientos secretos. José Arcadio Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo
obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la muerte.
Se llamaba Petra Cotes. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un marido ocasional
que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio. Era una mulata limpia
y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una
pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor. Cuando Úrsula
se dio cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el acordeón
en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era como si en ambos se
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