Page 78 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           ayuda de   un diccionario  de  pecados.  Fue  una lista tan larga,  que  el  anciano  párroco,  acos-
           tumbrado   a  acostarse  a  las  seis,  se  quedó  dormido   en  el sillón  antes  de  terminar.  El
           interrogatorio  fue  para  José  Arcadio  Segundo  una revelación.  No  le  sorprendió  que  el  padre  le
           preguntara si  había hecho cosas malas con     mujer, y contestó   honradamente   que no, pero se
           desconcertó  con  la  pregunta de  si  las había hecho con  animales. El  primer viernes de  mayo co-
           mulgó torturado por la curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán
           que vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio le constó: «Es
           que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las burras.» José Arcadio Segundo siguió
           demostrando tanta curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.
              -Yo voy los martes en la noche -confesó-. Si prometes no decírselo a nadie, el otro martes te
           llevo.
              El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie
           supo  hasta entonces  para  qué  servía,  y  llevó  a José  Arcadio  Segundo  a una huerta cercana.  El
           muchacho   se aficionó  tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo     antes de
           que  se  le  viera en  la  tienda de  Catarino.  Se  hizo  hombre  de  gallos.  «Te  llevas  esos  animales  a
           otra parte -le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos animales de pelea-. Ya
           los gallos han traído  demasiadas amarguras a esta casa para que       ahora vengas tú a traernos
           otras.»  José Arcadio Segundo se los llevó sin     discusión, pero siguió   criándolos donde Pilar
           Ternera, su abuela, que   puso  a su disposición cuanto  le  hacía falta, a cambio  de  tenerlo  en  la
           casa. Pronto demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso
           de  suficiente  dinero no  sólo  para enriquecer sus crías, sino  para procurarse satisfacciones de
           hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su hermano y no podía entender cómo los dos
           gemelos que parecieron una sola persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La
           perplejidad no  le  duró  mucho  tiempo,  porque  muy pronto    empezó   Aureliano  Segundo  a dar
           muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue
           un hombre   ensimismado,   como   lo  fue  el  coronel  Aureliano  Buendía en  su  juventud.  Pero  poco
           antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la
           realidad del  mundo.   Una mujer    joven,  que  andaba vendiendo    números   para  la  rifa  de  un
           acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría
           con frecuencia  que  lo  confundieran con su   hermano.   Pero  no  aclaró  el  equívoco,  ni  siquiera
           cuando  la  muchacha  trató  de  ablandarle  el corazón  con  lloriqueos,  y  terminó  por  llevarlo  a  su
           cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que
           él  se  ganara  el  acordeón.  Al  cabo  de  dos  semanas,  Aureliano  Segundo  se  dio  cuenta de  que  la
           mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran
           el  mismo hombre, y en   vez  de  aclarar la  situación  se las arregló para  prolongarla.  No volvió  al
           cuarto  de  Melquiades.  Pasaba las  tardes  en  el  patio,  aprendiendo  a tocar  de  oídas  el  acordeón,
           contra las protestas de Úrsula que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa
           de  los lutos, y que además menospreciaba el       acordeón  como   un  instrumento propio   de  los
           vagabundos   herederos  de  Francisco  el  Hombre.  Sin embargo,  Aureliano  Segundo  llegó  a ser  un
           virtuoso del  acordeón  y siguió  siéndolo  después de  que se casó y tuvo hijos y fue uno   de  los
           hombres más respetados de Macondo.
              Durante casi  dos meses compartió la   mujer con  su  hermano. Lo vigilaba, le  descomponía  los
           planes,  y cuando  estaba seguro  de  que  José  Arcadio  Segundo  no  visitaría esa noche  la  amante
           común,  se  iba a dormir  con ella.  Una mañana descubrió  que  estaba enfermo.  Dos  días  después
           encontró  a su  hermano  aferrado  a una viga del  baño  empapado   en  sudor  y llorando  a lágrima
           viva, y entonces comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle
           lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo trataba de curarlo
           Pilar Ternera. Aureliano    Segundo se sometió a escondidas a los ardientes lavados de
           permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se curaron por separado después de tres meses de
           sufrimientos  secretos.  José  Arcadio  Segundo  no  volvió  a  ver  a  la  mujer.  Aureliano  Segundo
           obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la muerte.
              Se  llamaba Petra Cotes.  Había llegado  a Macondo   en  plena guerra,  con un marido  ocasional
           que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio. Era una mulata limpia
           y  joven,  con  unos  ojos  amarillos  y  almendrados  que  le  daban  a  su  rostro  la  ferocidad  de  una
           pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor. Cuando Úrsula
           se dio cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el acordeón
           en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era como si en ambos se



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